Cuenta el viejo chiste de una pareja de la Guardia Civil que se encuentran por un camino con un gitano, que lleva un lechón sobre sus hombros. Uno de los números le pregunta de dónde ha sacado el animal, y el gitano, haciéndose el sorprendido, inquiere: "¿Qué animal?". Y, reparando en el lechoncillo, le da manotazos de rechazo como si fuera un moscón, diciendo: "¡Bicho, bicho!".

No creo que a la pareja de la Guardia Civil le engañara la tan avispada como inútil reacción, de la misma manera que será muy difícil que un político, al que le han regalado un automóvil de lujo, un jaguar , se haga el sorprendido, porque un jaguar ocupa mucho más que un lechón, es más fiero, muchísimo más caro, y no lo llevas sobre los hombros, sino que tienes que accionar la llave y meterte dentro de él.

Lo que en la sociedad produce una terrible desolación no es el descubrimiento de corruptos, que es algo que sabemos que existe en todos los lugares, ni el interclasismo de la corrupción a la que no hacen asco ni las derechas, ni las izquierdas. Lo que nos apesadumbra a los ciudadanos corrientes que pagamos impuestos, multas y gabelas, es la sensación de impunidad que se ha infiltrado en las organizaciones políticas, la desfachatez con la que se puede aceptar, a la luz del día, el regalo de un automóvil de lujo.

A mí que haya tipos que estafen no me quita el sueño, porque hay una media de bribones, como la hay de superdotados o de estúpidos, pero lo que me espanta es el punto al que hemos llegado donde no existe el menor pudor, y el disimulo da paso a la desfachatez. ¿Qué pasaría si, de la noche a la mañana, el director de una sucursal, acudiera al trabajo conduciendo un Rolls? ¿Cómo es posible que las más elementales reglas de fingimiento den paso al descaro insolente? ¿Qué hay qué hacer en un partido político para ser censurado? ¿Matar? ¿Violar menores? Esta falta de recato es lo que más desazona.