El filósofo polaco Zygmunt Bauman nos definía así en «Vida líquida» (2005): «La sociedad “moderna líquida” es aquella en que las condiciones de actuación de sus miembros cambian antes de que las formas de actuar se consoliden en unos hábitos y en unas rutinas determinadas».

El texto, víctima de su lucidez, pronto dejó de tener plena vigencia, pues la sociedad «moderna líquida» ya se había convertido en «posmoderna gaseosa». La fluidez del cambio adquiere dos nuevas características: la invisibilidad y la inconsistencia.

La democracia, como institución contemporánea clave, experimenta con singular crudeza estas transformaciones. La clase dirigente, que posee por definición una indescriptible capacidad de adaptación —haciendo gala de la «Ley de hierro de la oligarquía» del politólogo alemán Robert Michels (1911)—, representa perfectamente «lo político gaseoso».

Por eso, lo que antes llamábamos incoherencia (hacer lo contrario de lo que se dice o decir hoy lo contrario que ayer) ahora tenemos que llamarlo inconsistencia (decir por la mañana lo contrario que por la tarde o afirmar algo que anula todo lo anterior). A la ciudadanía ya le costaba retener el agua de la política entre sus manos —como dijo el filósofo presocrático Heráclito, «nadie se baña dos veces en el mismo río»—, pero ahora resulta imposible siquiera vislumbrar los conceptos volátiles —invisibles, inasibles— de los que se habla.

Es perfectamente legítimo decir que no se puede pactar nada con Bildu. Es lo que dijo Pedro Sánchez en abril de 2015, enero de 2016, febrero de 2016, septiembre de 2016 y julio de 2019. Desde esa postura, es perfectamente coherente no hablar nada con VOX, porque late detrás la misma idea: hay partidos políticos que, aunque legales (y legítimos porque tienen un importante apoyo popular), deben ser marginados del espacio político donde se fabrican los consensos que construyen el país. Y esto sería así porque la ética —primera víctima de la «vida gaseosa»— debe ocupar un lugar importante, en contra de quienes conciben la política, exclusivamente, como la forma de lograr el poder y mantenerlo.

Lo que pasa es que en democracia negarle la mano y la palabra a los representantes del pueblo, sean de la ideología que sean, es tanto como negar la democracia. Por muy gaseoso que sea uno, la contradicción es tan flagrante que no se puede convivir con ella. Por eso Pablo Casado naufraga cuando intenta negar a sus hermanos de VOX mientras gobierna gracias a ellos en Andalucía, Madrid y Murcia.

Las clases dirigentes han contaminado tanto la vida del país que la opinión pública es víctima de su inconsistencia. Los mismos que se inmolan defendiendo que Bildu es una formación tan legítima como cualquiera, aseguran al tiempo que a Abascal no se le puede ni dar la mano. En el otro lado, los que afirman que no se puede tocar ni con un palo a Bildu, defienden a los que yacen con VOX. Por supuesto, hasta que sus jefes cambien el criterio por conveniencia, entonces afirmarán exactamente lo contrario de lo que dicen ahora.

Lo triste de todo esto es que la democracia está en juego. Ya he escrito en artículos anteriores que la deriva política contemporánea nos aboca a cuestionar la democracia, y la dirigencia parece querer acelerar ese debate. En democracia todos pueden hablar y acordar con todos. Todos es todos. Lo más importante no es que con quién sino qué acordamos. Como diría Anguita: «programa, programa, programa». Ningún demócrata debería negarse a hablar con ERC, pero sí podemos estar en contra de que a cambio de su apoyo a los presupuestos se acuerde marginar el castellano en las aulas o conceder indultos por delito de sedición. Primero, porque lengua y política penitenciaria nada tienen que ver con las cuentas públicas; segundo, porque son decisiones que responden a un modelo ético e ideológico incompatible con el nuestro.

Por tanto, conviene que «todo lo que era sólido» (Muñoz Molina, 2013), si no puede volver a serlo, al menos nos lo devuelvan al estado líquido. Como dijo Bauman, «la sociedad moderna líquida no puede mantener su forma ni su rumbo durante mucho tiempo», pero a la ciudadanía, por lo menos, nos gustaría poder ver y tocar aquello que determina nuestras vidas.