WAw unque la Casa Blanca y el Departamento de Estado insisten en el carácter privado y humanitario de la visita de Bill Clinton a Corea del Norte, para liberar a dos periodistas cautivas y perdonadas, no cabe duda de que estamos ante una espectacular y arriesgada jugada diplomática en los dos tableros conectados de Asia y la proliferación nuclear, en aplicación de la doctrina de Obama, la realpolitik de parlamentar con el adversario para mejorar la posición geopolítica de EEUU. Hace 15 años, con Clinton en la Casa Blanca, una visita similar del expresidente Jimmy Carter a Pyongyang fructificó en un acuerdo para la suspensión de las actividades nucleares a cambio de ayuda económica y garantías de seguridad. Estamos, pues, ante un nuevo y dramático intento de reactivar un diálogo interrumpido por numerosos y reiterados fracasos.

A cambio de reanudar las negociaciones, así directas como multilaterales, el expresidente Clinton se ha dejado algunos jirones de púrpura en Pyongyang para satisfacer la megalomanía del Kim Jong-il, el muy amado líder, y cerrar los ojos ante la coerción totalitaria de un régimen xenofóbico, alimentado por un nacionalismo visceral, aparentemente comprometido en un problemático proceso de sucesión e inmunizado contra la presión extranjera mientras persista el cordón umbilical que lo une a China. Por eso los republicanos en EEUU enfocan las cámaras sobre el denostado Clinton y cubren con fácil propaganda el fiasco de una política que afecta a presidentes de ambos partidos y de las más diversas inclinaciones estratégicas desde el armisticio de 1953.

La reaparición de Bill Clinton en la escena internacional, cuando su esposa es la secretaria de Estado del presidente que frustró el intento de ambos de volver a la Casa Blanca, no debe ser una cortina de humo que oculte el verdadero alcance de la iniciativa. El dictador norcoreano logró sus minutos de gloria sin renunciar a sus ambiciones nucleares y a la gran empresa de la perpetuación de su poder. La lógica de los últimos 20 años sugiere que tanto Kim como los militares de su guardia pretoriana pretenden no solo la seguridad de su régimen opresivo, sino el reconocimiento de facto de su potencia nuclear, como ocurre con Israel o Pakistán, cuestiones en las que el choque con EEUU y sus aliados asiáticos es inevitable. Por eso Obama precisa menos de viajes espectáculo que de un cambio de política.