Filólogo

Antonio Méndez Rosa es de mi pueblo. Compartimos la escuela de los cagones y avistamos juntos los primeros nidos. El tiempo se encargó luego del acné de cada uno y la posguerra de separarnos. La posguerra, la penuria, el aislamiento y la carencia. Con muy pocos años fue llevado a Suiza y perdió el entorno reluciente de la infancia, los nidos, la peonza, los olores y los amigos. La emigración le cambió las expectativas de vida. El padre de Antonio logró un trabajo bien remunerado en un matadero suizo y se llevó durante un tiempo a toda la familia. Cuando la jubilación llamó a la puerta, el emigrante desanduvo el camino y volvió, restauró con los ahorros hechos la casa de su madre, y se quedó a vivir en su pueblo. Mientras, Antonio había superado los grados inferiores y medios de la educación y beca tras beca, llegó a la universidad y logró el título de ingeniero superior.

En el alma de Antonio creció la inquietud y la solidaridad que proporciona haber sufrido emigración y quiso trabajar porque su país no cayera más en situaciones de precariedad límite. Se afilió a un partido de centro, que había trabajado reciamente en la transición, y que poco después, por las debilidades de la política, se vino abajo. Pero las veleidades políticas no descabalgaron la inquietud de Antonio y volvió a darse de alta en otro partido político; al poco tiempo fue incluido en las listas para la alcaldía, y salió de concejal de su pueblo por el Partido Popular, haciéndose cargo, con ilusión y empuje, del urbanismo y la infraestructura. Vivió, dolorosamente, el apoyo que su partido prestó a la guerra de Irak, no compartió el aplauso unánime de todo su grupo parlamentario a la guerra, y padeció dolor, horror y rubor por las víctimas, pero yo les aseguro que mi paisano Antonio Méndez Rosa, concejal del Partido Popular, aunque me levantó algún que otro nido, no es ningún asesino.