WSw olo la perentoria necesidad de recibir ayuda para paliar los efectos del ciclón Nargis ha inducido a los militares birmanos a aceptar la ayuda de organismos internacionales y, no sin reservas, de algunas oenegés que habitualmente no pueden intervenir en los asuntos del país. Deducir de esta situación de emergencia que los detentadores absolutos del poder desde hace décadas darán el paso siguiente y acelerarán unas reformas que, en el mejor de los casos, prevén elecciones para el 2010 es harto aventurado. En un país empobrecido, sometido a la dictadura de los cuarteles y con la oposición en la cárcel o bajo arresto domiciliario, el Ejército no siente la necesidad imperiosa de ceder a la presión exterior. El precedente del último verano, cuando los generales soportaron la rebelión de las pagodas sin tener que hacer grandes concesiones, es significativo. El temor de las dos grandes potencias vecinas de Birmania --China y la India-- de crear un foco de inestabilidad con un proceso de cambios acelerado y de resultado imprevisible condenó la rebelión al fracaso por más que se envolviera el desenlace en vagas promesas de democratización. La reacción de ahora de los vecinos y de algunas potencias occidentales, que sostienen que lo primero es atender a las víctimas y la política debe quedar para más tarde, no hace más que dejar al generalato en el puente de mando. Con varias decenas de miles de muertos bajo las aguas, el sector turístico en ruinas y sin servicios básicos, las necesidades acuciantes se imponen a cualesquiera otras y, de paso, postergan las reivindicaciones políticas. No entra en los cálculos de nadie forzar a los uniformados a tomar un camino diferente.