Hace ya cincuenta y seis años que Els joglars, la compañía fundada en 1962 por Albert Boadella, Carlota Fondevila y Antón Font, viene haciendo honor a su nombre. Durante más de medio siglo se han mantenido fieles al espíritu con el que se fundó la compañía y nos han abierto los ojos ante el Retablo de las maravillas, ante el papanatismo del arte y la exaltación de lo inane, criticando abiertamente al poder. A veces han sido perseguidos e insultados, y otras, se les ha machacado en los medios de comunicación y en las redes sociales.

Ellos han seguido a lo suyo, a su trabajo de comediantes, de juglares que llevan nuevas de un lugar a otro y recitan ante un público entregado las hazañas y romances en las que los que nos dirigen no suelen salir bien parados. Albert Boadella ha sido su cara más conocida, y lo sigue siendo después de haber pasado el testigo de la dirección de la compañía.

Continúa fiel a su oficio, el de provocador, el de mosca irritante que tienen que apartar a manotazos los que quieren que sus intrigas y despilfarros sigan impunes. A veces enfada, pero eso entra dentro de su condición de cómico, de artífice de ese retablo que no pretende adular ni arrastrarse en busca de subvenciones que pervierten el trabajo de un ojo crítico. Después de haberse reído de Dalí y de Pujol, y otros muchos, ahora estrena una ópera en la que critica a Picasso. Dice que fue un gran artista, dotado de un genio indiscutible que malgastó por culpa de su amor por el dinero. Opina que las tres cuartas partes de su producción fueron una mierda, que se vendió al mercado y que el Reina Sofía es un tanatorio. Andan ya encendiendo las teas los sacerdotes de la modernidad y la vanguardia, palabras que por cierto le parecen catetas a Boadella.

Le quemarán en las redes sociales, sí, pero estamos tan acostumbrados al servilismo, que nos sorprende que un cómico cumpla su oficio: que nos ponga delante de la realidad, y nos abra los ojos hasta hacernos daño. Que nos diga que el emperador va desnudo y que la prensa y la política y el mundo de la cultura son el nuevo retablo de las maravillas. Duele a veces, sí. Pero otras cómo sana esa risa contagiosa que desmitifica lo sagrado. Deberíamos estarle agradecidos.