Nadie duda de que la gestión de una crisis sanitaria del calado de la que vivimos es endiabladamente complicada. Y de que no hay fórmulas magistrales que dicten cómo se ha de abordar un problema de estas mastodónticas dimensiones para que cause los menores estragos posibles. Pero la ausencia de un libro de instrucciones no exime a los políticos de su responsabilidad para con el pueblo, ni de las obligaciones que tienen los gobernantes en lo relativo a la toma de decisiones o el impulso de medidas. Tampoco debería ser motivo para silenciar o zaherir a cualquiera que exprese que se podría haber procedido de otro modo; más aún cuando algunas de esas personas lo vienen advirtiendo desde que prendió la mecha en China o desde que se propagó el fuego a Italia. Y es que morderse la lengua, cuando se sabe que se está errando, equivale a convertirse en cómplice del error. En este sentido, se confunde, a menudo, el significado de la lealtad con el del sometimiento. Y no es más leal el que contempla calladamente cómo otro conduce por caminos equivocados, sino quien tiene los arrestos de ser esa voz incómoda que advierte sobre la dirección que hay que tomar para evitar circular por carreteras sinuosas y plagadas de baches. Por ello, no comprendo esos «ahora no es momento de exigir responsabilidades» que tratan de imponer algunos. Porque, por la trágica situación que vivimos, es el momento de reclamarlas todas y cada una, dado que están muriendo los españoles por millares. Y de eso no se puede culpar a nadie más que al virus, de acuerdo. Pero se hace obligatoria la reflexión acerca del proceder errático de un gobierno que, primero, minusvaloró el problema; después, procedió con desidia; más tarde, avisó de las medidas que iba a tomar; luego, las implementó de manera tardía y caótica, y, a día de hoy, continúa como pollo sin cabeza, anunciando, por ejemplo, la compra de test homologados mientras que adquiere unos que ni siquiera funcionan. Y esto hay que decirlo en voz alta, sí. Porque es un deber moral. Y porque lo contrario supondría un auténtico insulto a quienes sí están haciendo bien su trabajo: a todos los sanitarios y el resto de personal de los hospitales, que son la vanguardia de nuestro ejército contra el virus, a quienes permiten que estemos surtidos de los bienes de primera necesidad, a quienes velan porque se cumpla la ley, a quienes informan con rigor, a los empresarios y particulares que donan sus recursos materiales y económicos, y al resto de españoles anónimos que, a diferencia de su gobierno, sí están dando la talla. Una vez más queda demostrado eso de que el pueblo siempre es mejor que sus gobernantes. Y no sorprende, porque ya en el Cantar del mio Cid se proclamaba aquello de «¡Dios, qué buen vasallo, si hubiese buen señor!». O sea: que todo sigue igual, desgraciadamente.H*Diplomado en Magisterio.