XLxos acontecimientos decisivos de la existencia en todas las culturas han sido acompañados por lenguajes y gestos simbólicos: el nacimiento, la muerte, la elección de vida, la fundación de grupos, instituciones y, sobre todo, la unión del hombre y la mujer, es decir, el matrimonio. Todos estos acontecimientos, muy por encima de su funcionalidad y de su significado inmediato, encierran un valor simbólico sin el cual nuestra existencia se haría insignificante. Es algo que experimentamos en la propia vida: a veces las palabras no bastan para expresar la riqueza de nuestros sentimientos. Entonces recurrimos a gestos, a signos y a símbolos que nos ayudan a comunicar aquellos que las palabras son incapaces de manifestar. Es aquí donde interviene el arte --sobre todo el arte sacro--, que se encarga de transmitir las dimensiones simbólicas de la vida, de hacerlas vibrar, de sublimar el momento en sí y elevarlo al nivel de lo que va a permanecer en la memoria.

Por eso la comunicación simbólica es una gran riqueza humana a la que, desde siempre, el hombre ha recurrido. Precisamente porque tenemos la capacidad de establecer una comunicación más rica que las meras palabras.

En este sentido, la boda de don Felipe de Borbón y Grecia , heredero de la corona de España, con doña Letizia Ortiz Rocasolano tiene una significación que va más allá de la mera unión matrimonial, como gesto público y privado, familiar y social. Entra esta unión dentro de la gran simbología del Estado, como acuerdo o consenso social de la ciudadanía española que todos componemos. Como fue con la celebración del 25 aniversario de nuestra Constitución y como sucederá con cuantos acontecimientos vayan marcando en lo sucesivo el discurrir de nuestra historia.

Me parece que quienes tratan con ligereza este importante momento manifiestan sobre todo una gran superficialidad (que por desgracia abunda) y una falta de respeto absoluta al pueblo español, ese pueblo sencillo que vive el día a día y disfruta con los acontecimientos de la existencia.

Siempre ha habido aguafiestas y siempre los habrá. Por eso nuestro rico lenguaje creó ese acertadísimo término para quienes el Diccionario de la Real Academia de la Lengua define como "aquellos que perturban cualquier especie de diversión o regocijo", recogiendo el más popular sentir de esa sabiduría vieja tan española.

¿Por qué nos empeñamos en complicar la vida? ¿Por qué hay siempre gente empleada en sacarle punta a todo y en retorcer la realidad ? Claro, son los hediondos a los que el propio diccionario describe como "enfadosos", los que por todo se molestan y nunca están conformes.

Hay una graciosa frase muy extremeña que no puede expresar mejor esa situación: "¡Ya está el niño jediendo !"; es decir, con lo bonito que está todo y lo que disfruta el personal, como siempre, el dichoso niño protestón, inconformista y caprichoso está dispuesto a amargarnos el día con sus rabietas, refunfuños y quejas.

El pueblo tenemos derecho a vivir la historia, en sus grandes acontecimientos, revestida con sus símbolos y jolgorios. No somos ni más ni menos que nuestros antepasados y, sin estos momentos, ¿qué queda? ¿Quieren que nos quedemos acaso sólo con el gesto amargo de las disputas políticas? O, peor aún, ¿va a ser nuestra vida un mero y simple sucederse de los años?

Hay que celebrar la vida. ¿Y cómo hacerlo? Pues de la mejor manera que sabemos, a través del rico legado de nuestra cultura en sus símbolos religiosos, espirituales e institucionales, muchos de ellos forjados sabiamente por siglos de tradición y una rica historia. Enhorabuena a nuestros príncipes.

*Sacerdote y escritor