De las películas premiadas en la reciente gala de los Oscar solo he podido ver un par de ellas: Roma y Bohemian Rhapsody. No puedo hablar por tanto de las bondades o los defectos de Green Book, Ha nacido una estrella o La favorita. Y si bien Roma me ha parecido una gran película, prefiero abstenerme de opinar en términos cinematográficos sobre Bohemian Rhapsody -aunque sí lo haré desde el sentimiento.

Recuerdo que la vi solo en el cine, una noche de sábado en la que me había escapado de estas cuatro paredes con la pretensión de respirar aire puro. Aquella noche regresé bucólico a casa bajo una fina capa de lluvia tras ver una película que me había devuelto a mi preadolescencia, cuando Freddy Mercury emergía cual dios griego con su contundente voz para hacernos creer a sus seguidores que incluso los sueños imposibles pueden hacerse realidad.

Entonces Mercury me parecía el mejor cantante rock del planeta, opinión que sigo manteniendo. Pero no era solo su voz, era su puesta en escena, su misticismo, su carisma extravertido al frente de una banda de rock que consiguió ser mucho más que una banda de rock. Mercury era para mí algo más que un músico: él encarnaba, con su talento y sus extravagancias, esa vida pródiga que está al otro lado del espejo.

Pero la vida y los sueños del mejor cantante del mundo no duraron mucho, si bien su estela, su leyenda y su música siguen vivas. Bohemian Rhapsody recoge toda esa fascinación y nos la sirve, en poco más de dos horas, al servicio del mito. En la película no vi al galardonado Rami Malek, sino al mismísimo Freddy Mercury y, en última instancia, me vi a mí cuando yo aún no sabía que al otro lado del espejo sigue estando este prosaico mundo.

Para mí Bohemian Rhapsody no es una película, es el retazo más fogoso de mi vida, esa época en la que yo empezaba -y acaso terminaba- a coquetear con el traicionero imperio de los sueños.