Sostiene Bolsonaro que estudiar filosofía es un lujo innecesario, y que ya va siendo hora de cerrar esa facultad que no faculta para abrir mercados, curar heridas, levantar puentes, ni nada medio serio que se le parezca. Resulta que tratar del «ser», la «verdad», la «bondad» o la «justicia» no sirve -verdaderamente- para nada -ni siquiera para intentar ser un político sabio, bueno y justo-. Qué le vamos a hacer. O Bolsonaro es un incipiente Nietzsche, o un meta-tonto de cuidado.

De todos modos, el rechazo de la filosofía como saber irrelevante (o impertinente) en Brasil (y otros lugares) no es solo cuestión de ignorancia. Ni de política. Es cierto que -especialmente en Latinoamérica- algunas facultades tienen fama de «subversivas» o «izquierdistas» (entre ellas las de Filosofía), y que el gobierno de Bolsonaro amenaza con una política educativa fascistoide (control ideológico de los profesores, régimen policial en las escuelas, retirada de fondos a universidades «conflictivas»). Pero ni la filosofía es, en rigor, de «izquierdas» (ni de «derechas»), ni ha dejado de ser relativamente tolerada por estados mucho más fascistas que el de Bolsonaro (muy conscientes de la eficacia de aquella cuando se la pervierte e instrumentaliza ideológicamente).

Más que a simple ignorancia o motivos políticos, la impugnación de la filosofía obedece, en sentido amplio, a la expansión del espíritu pragmático y puritano de la cultura anglosajona. Ahí tienen, por ejemplo, la influencia cada vez mayor del evangelicalismo, no solo en Brasil (donde es la fuente reconocida de autoridad moral del gobierno de Bolsonaro), sino en toda Latinoamérica. Hay que recordar que, a diferencia de lo que ocurre en la tradición católica, las iglesias evangélicas -y, en general, protestantes- se fundan en una concepción radicalmente fideísta y anti-intelectualista de la religiosidad. A Dios -afirman- solo se accede a través de la fe (y no de razonamientos teológicos o representaciones sensibles). Consecuentemente, y a imagen del presunto cristianismo primitivo, el prototipo moral del evangelicalismo es el de una persona sencilla que se limita a trabajar, amar a los suyos, y satisfacer el resto de sus necesidades espirituales en el templo. «Ora et labora». No hay más. La búsqueda del conocimiento per se es vana curiositas. Y la razón -como decía Lutero- la prostituta del diablo.

Este anti-intelectualismo enraizado en la religión protestante (y en su fijación por el Antiguo Testamento -en el que el origen del mal consiste en probar el fruto del árbol de la sabiduría-) es uno de los motivos que explican la ausencia casi total de educación filosófica en la mayoría de los países anglosajones. Si Dios, por su trascendencia, es del todo inasequible al conocimiento humano -como reza el protestante-, todo lo asociado a lo trascendente (el principio y finalidad de lo real, el sentido de la vida, el criterio último de verdad, la reflexión sobre los valores…) y objeto de la filosofía, también debe ser incognoscible, por lo que, ¿para qué molestarse en estudiarlo?

La concepción evangelicalista del mundo no solo es filosóficamente muy discutible (como toda metafísica lo es), sino también peligrosa, pues deja en manos de instancias irracionales (libros santos, telepredicadores, gurús de la espiritualidad...) no ya el asunto del sentido de la propia existencia, sino también los valores y, con ellos, el fundamento de la vida pública.

Pero lo peor es que este modo de entender las cosas se expande a velocidad de vértigo por todos lados (mucho más que otros fundamentalismos más broncos, como el islámico). Lo podemos ver en las últimas (¿y próximas?) reformas educativas en Europa, cuya «filosofía» es que la filosofía -ese malsano gusto de pensar por pensar -, como todo otro saber no directamente convertible en praxis productiva, es algo vicioso y estéril. La escuela habrá de enseñar, a lo sumo, y como complemento a los saberes técnico-científicos, un compendio de religión, psicología práctica (educación emocional) y formación en valores (ciudadanía y buenas costumbres). ¿Para qué más? Ora et labora. Bolsonaro muestra el camino.