Qué incita a tantos ciudadanos hastiados de los contubernios políticos a engancharse a Borgen, escenificación cinematográfica de esa maquinaria política que tanto nos hastía? Bien mirado, ¿hay tanta diferencia entre los actores que se hacen pasar por políticos y los políticos que se hacen pasar por actores para ganarse nuestra confianza? Borgen es, digo, un ejercicio narrativo que nos pone en bandeja lo que detestamos (la ambición, la corrupción, los pactos imposibles, las luchas intestinas, los conflictos de intereses, ciertas traiciones a los ideales a favor de la Realpolitik, la erótica del poder...). Y aun así nos aferramos al asiento, pendientes de la pantalla, para transmutar en goce lo que fuera de ella nos resulta repugnante.

Borgen juega con ventaja, claro. Cuenta con un equipo de grandes guionistas encargados de quitarle a la historia todo lo que sobraría en la vida real. Los pactos en la ficción, sin ir más lejos, no duran semanas o meses (como estamos acostumbrados), sino un par de capítulos, y en vez de dirigentes fríos, alejados de los problemas cotidianos, confraternizamos con la vulnerable Birgitte Nyborg , una primera ministra de carne y hueso que, asfixiada por la agenda, llega a programar con su marido los días en los que deben hacer el acto sexual: martes y sábado. ¿Podríamos no empatizar con una persona tan poderosa que ni siquiera tiene tiempo para el sexo?

Borgen no nutre la realidad política, es la realidad política quien nutre a Borgen. Lo suyo no es ciencia-ficción sino política-ficción, y además demasiado verosímil. Nada nuevo bajo el sol, pues. Y, sin embargo, queremos tanto a Borgen...

La serie saca a relucir que en el arenal político de la igualitaria y moderna Dinamarca también cuecen habas, pero el hecho de que la televisión pública danesa haga series como Borgen redime al país de sus pecados. ¿No es para sentir envidia?