Hay bosques que podríamos llamar caseros, que prácticamente forman parte de un pueblo, y bosques más selváticos, densos, poco explorados. He visto alguno de éstos, y sólo me he atrevido a adentrarme si había un camino muy bien marcado. Siento ante el bosque el mismo respeto y la misma extrañeza que provoca la gran ciudad en quien llega a ella desde un rincón de montaña.

Una mujer se perdió mientras buscaba setas en un bosque. Desconozco la pasión de salir a coger setas que se despierta en mucha gente. Me gustan para comerlas --si el gusto no se ha aguado--, pero no tengo espíritu de buscador de setas.

En ciertos cuentos antiquísimos y populares existe la escena de alguien que se pierde dentro del bosque. Perderse en un bosque es como una metáfora de perderse en la vida. Y si uno se aventura en él al anochecer, no sirve de nada dejar un rastro de migas de pan por el camino, ya que a oscuras no podemos verlas para regresar a casa.

Hoy tenemos con los bosques un trato de mucha confianza. Sabemos ya que no esconden seres mágicos y misteriosos como nuestros remotos antepasados creían. Cuando el bosque asustaba. Ya no quedan carboneros, ni los leñadores también de cuento. Tampoco los pastores habitan en él largamente, como antaño. Los montañeses, en conjunto, eran una especie de sociedad bastante al margen de la gente de campo y la gente de pueblo. Ahora el bosque ve pasar a excursionistas y buscadores de setas. Alegres y confiados. Han desaparecido los temibles espíritus que lo habitaban. ¿Qué queda de las antiguas presencias maléficas? Sólo las setas venenosas. Enemigas de los intrusos.