Si existiera un partido político decente, de sólidos ideales y con un gran sentido de servicio público, dudo mucho que consiguiera un solo escaño. Y de eso no tienen la culpa los políticos, sino los ciudadanos, pues somos nosotros, al fin y al cabo, quienes encumbramos o defenestramos a nuestros dirigentes.

Los partidos políticos son estructuras sólidas, sin grandes ideales pero muy bien ideados, que por conseguir el poder pueden decir una cosa y la contraria en cuestión de días, cuando no de minutos. Siempre será más fácil falsear la realidad que reformarla.

La llegada al escenario de nuevas formaciones (Podemos, Ciudadanos, Vox, UPyD) nos ha permitido observar y analizar desde cero -al menos a quienes nos tomamos la molestia de perder el tiempo en estos asuntos- cómo y por qué nacen los partidos, cómo mueven ficha los aspirantes a vivir de la cosa pública y cómo estos van modificando su discurso de acuerdo con sus necesidades personales (no las del país). Los grupos políticos nacen para combatir las perversiones del rival (Podemos nació como respuesta a la corrupción de PP y Vox fue tomando cuerpo como respuesta a las felonías del ínclito Pedro Sánchez y como rechazo al independentismo), pero todos los grupos, antes o después, acaban emponzoñando lo que en teoría venían a mejorar. Unos son casta y otros están locos por serlo. Los partidos consolidados, aun siendo igual de nefastos, mantienen el tipo gracias a esa militancia acérrima que han conseguido consolidar durante décadas a base de mentiras y neuromarketing.

El nivel de nuestros políticos es hoy ínfimo, algo preocupante teniendo en cuenta que se obcecan en legislar hasta el último detalle de nuestras vidas.

Así las cosas, algunos nos acercaremos a las urnas del 28A no con la intención de votar sino de botar (con b), el último recurso que -por ahora- no podrán negarnos.