Periodista

El autobús cruzaba el Pont au Double. Debajo, el Sena; enfrente, el restaurante La Tour d´Argent con sus porteros de librea y su lujo entrevisto a través de las cristaleras del primer piso. El conductor, extremeño, pero habituado a circular por París desde hacía años, giró a la derecha y se acercó hacia el Boulevard Saint Michel. Por las ventanillas del lado izquierdo se podía contemplar una humilde, pero histórica librería: Shakespeare & Co, donde Sylvia Beach publicó en 1922 la novela Ulysses , de su amigo James Joyce.

Era de noche, poco más de las diez. Una chica de Badajoz de unos 30 años, licenciada en Biología y profesora de instituto, desgranaba explicaciones a través del micrófono del autocar: "Estamos ya en pleno Quartier Latin. Es el barrio de los estudiantes, de la universidad de la Sorbona, de los restaurantes abigarrados y los cafés con tertulia". Insensibles al esfuerzo de la profesora, medio centenar de alumnos extremeños de 16-17 años se dedicaba a tareas diversas: los había que dormitaban, varios escuchaban música en sus diskman , algunos miraban por las ventanas buscando cuerpos que merecieran la pena y una minoría, es decir, tres, parecían verdaderamente interesados en la historia del barrio Latino.

Los viajeros sólo reaccionaron cuando la profesora propuso tiempo libre para pasear hasta la una de la mañana. "Venga ya... Fuera... Uuuuuh... Ya tenemos bastante latín en el instituto para ahora visitar también su barrio". Tras el abucheo, una voz se impuso y dejó las cosas claras: "Profesora, volvemos a las 12, que menudo botellón tenemos esta noche en el hotel". El autobús, no faltaba más, retornó a las 12 al hotel, un Formule 1 situado en la periferia de París, y una hora después, los estudiantes extremeños se reunían en un parque cercano para, a tres grados bajo cero, celebrar su botellón ritual.

Para la profesora pacense era su primera excursión escolar. La inició entusiasmada, pero la primera noche de hotel se desanimó cuando la propietaria del establecimiento la despertó a las cinco de la madrugada. "Señora, les devuelvo el dinero y se van. Esto no puede seguir así", le dijo señalándole las habitaciones de sus alumnos, donde en ese justo instante se celebraban siete microbotellones. La profesora fue capaz de imponer orden esa noche, pero no le quedó más remedio que pactar: el resto de las noches, habría botellón en un parque cercano.

Fue en la cola de Eurodisney cuando la profesora encontró algo de consuelo. Detrás de ella charlaban tres colegas vascas en euskera. No entendió nada excepto una palabra. Sí, es la que imaginaban: botellón. Entablaron conversación, a la que se sumaron profesores de Alcoy, Valladolid y Motril de las colas vecinas. Todos tenían el mismo problema: sus alumnos pasaban ampliamente de París salvo en un punto: les encantaba hacer botellón a las orillas del Sena.

Me he acordado de esta profesora de Badajoz al leer que, en su discurso de fin de año, Rodríguez Ibarra ha propuesto un pacto familiar antibotellón para que los menores estén en casa antes de la medianoche. ¡Viva Don Quijote!