En medio del ruido y exceso mediático provocado por el monotema catalán, me detuve en una noticia que escupió el Telediario en su batería de titulares. Sonó demoledor: la soledad crónica afecta en España a más de tres millones de personas, citando estudios de una universidad americana que ampliaba el radio mundial a 45 millones. Sí, 45 millones. Más que todo nuestro país. Cuando has trabajado en un medio de comunicación sabes que el titular vale más que la noticia. Es una cuestión de tiempo.

Delante del papel o del móvil, solo lo que nos interesa mucho permite que le dediquemos más de un minuto. Como los llamados bots (robots), que en las redes sociales crean miles de perfiles falsos y repiten un argumento hasta convertirlo en verdad, aunque luego el contenido de la información no diga ni mucho menos lo mismo. Por eso me pareció que no sería mala idea formar un batallón de hackers “buenos” y no al servicio del mal para lanzar mensajes positivos al mundo. Imaginen el suyo y repítanlo hasta la saciedad. Se darán cuenta de que es posible, tan posible como lograr que los negativos sirvan para volcar la opinión pública sobre un tema candente.

Pero, claro, eso no vende tanto como las grandes catástrofes que a veces parece que se nos vienen encima y que luego se diluyen. El dato impactante de ese estudio sobre la soledad crónica me pareció sintomático de los tiempos que vivimos, conectados a los móviles y aferrados a la supuesta compañía de los mundos virtuales de los que formamos parte. O no. No me digan que no han tenido alguna vez la tentación de citarse cara a cara con algún amigo de Facebook.

La idea se les habrá ido de la cabeza porque quizá no tuvieran más que contarse que seguir la retahíla de respuestas en cadena que provocan los mensajes de otro miembro de la red. Como si también nosotros fuerámos bots, pero con nuestro propio código e intenciones particulares a la hora de interactuar en internet.

Me pregunto si esos tres millones de personas que sufren soledad crónica entenderían esto que escribo. Quizá ni siquiera sepan, por edad o formación, que las herramientas de este siglo para no sentirse solo no siempre son tan efectivas como parecen. Seguro que por eso las utilizamos cada vez más.