Piedras negras, la última novela de Eugenio Fuentes (Montehermoso, 1958) lleva en su portada una marca: «Serie Ricardo Cupido», acompañada con la rueda de una bicicleta, señuelo publicitario de la editorial Tusquets que hace justicia a una evidencia: con la sexta novela sobre Ricardo Cupido, el detective frugal y atormentado a ratos, que reside gustosamente en el pueblo de Breda (trasunto ficcional de Montehermoso), aficionado al ciclismo, tan fiel a la tertulia con el Alkalino como a las esporádicas aventuras con mujeres tan solitarias como él, es uno de los personajes más emblemáticos de la literatura negra actual, como lo son el Mario Conde del cubano Leonardo Padura o el Edgar «el Zurdo» Mendieta del mexicano Élmer Mendoza. Y como en otras míticas sagas detectivescas, el personaje va ganando profundidad con cada novela.

La obra de un autor gana cuando, además de la lectura independiente de cada uno de sus libros, estos empiezan a interrelacionarse creando la ilusión de un mundo propio. Esta última novela de la saga de Cupido nos reenvía a una novela que surgió al margen de la saga, Si mañana muero (Tusquets, 2013), ambientada en la guerra civil española. Marta, la valiente miliciana que se exiliaba a Francia al final de la misma, habla a su nieta del hijo que tuvo del pintor Rubén, muerto durante la guerra, y que le sustrajeron las enfermeras falangistas en el hospital de Ciempozuelos, para entregárselo a una pareja afín al régimen. Uno de esos «niños robados» que fueron una parte más del botín de los vencedores, como lo serían también en la dictadura militar argentina.

Aunque Marta rehace su vida en Francia y se casó con un ferroviario, nunca superó esa pérdida. Su nieta, Marthe, decidida a cumplir la última voluntad de su ya difunda abuela, recurre a Ricardo Cupido para localizar a su tío, y las pistas pronto lo encaminan hacia Toledo y la poderosa familia de los Garcilaso, propietaria de tierras y bodegas.

Reparación familiar y turbias intrigas en los años de la burbuja inmobiliaria (la acción se sitúa en 2004, poco después de los atentados de Atocha) van engarzándose sobre todo a partir de la mitad de la novela, cuando los aficionados impacientes al género verán que, contra lo que pudiera parecer, en esta novela hay asesinatos, y más de uno. La ciudad de Toledo se va revelando como un hervidero de intereses encontrados, donde se mezclan las pasiones carnales con la pasión por el dinero, y donde políticos que inauguran pistas de hielo son boicoteados por grafiteros inconformistas.

Uno tiene la impresión de que, aparte de un buen conocimiento de la capital castellano-manchega, al autor le ha servido no poco residir desde hace muchos años en Cáceres. Los terratenientes de boina en ristre que se engalanan con fundaciones y galerías de arte, la importancia desmedida de las cofradías religiosas (en Toledo el Corpus, aquí la Semana Santa), el clero ultramontano, o hasta la pista de patinaje en una ciudad de un clima similar… la intriga podría haberse situado en Cáceres pero en ese caso la tentación de leerlo como una «novela en clave» y poner identidad real a cada personaje hubiera sido demasiado fuerte. Y no hay necesidad de ello: los personajes van ganando en hondura a medida que avanza la novela: Alejandro Garcilaso, el patriarca de la familia con una hija a la que no ha reconocido, cuyas certezas se tambalean al saber que padece un cáncer terminal; su sobrina Lydia, la implacable heredera que se ve impotente ante el desdén de su rebelde chófer Robe, quizás el personaje más logrado de una obra que muestra toda una galería de seres imaginarios marcados por una carencia, por una falta de reconocimiento de la única persona que, pese a sus triunfos en otros ámbitos, podrían completarlos.

*Escritor.