Hagamos un ejercicio de imaginación. Sobre cultura popular y actualidad. Lo primero, porque es un campo que todos podemos manejar; y lo segundo, porque está muy a mano.

Estos días se habla mucho de una película, la omnipresente Joker (no teman; va sin spoilers). Parece una de estas raras ocasiones en las que se produce el complicado matrimonio de crítica y público. Seguramente por la elogiada interpretación de Phoenix, que eleva lo que es, en principio, un entretenimiento para una audiencia limitada a fenómeno de masas. Pero, también, porque ha dado comienzo el juego de las interpretaciones sobre el sentido de la película.

Paremos un segundo aquí y hagamos un pequeño flashback, imbuidos del espíritu cinematográfico de estas líneas. Parte de este joker nace de una versión/reinterpretación del personaje que realizó Alan Moore en los años ochenta. En La broma asesina, Moore planteaba un enfrentamiento definitivo entre el héroe, Batman, y el villano, Joker, en el que el último desgranaba la durísima y sórdida historia que le había transformado en el personaje frente a nuestros ojos.

Después de relatar una tremenda serie de abusos, infortunios, accidentes y penalidades, Joker lanzaba una invectiva letal contra el hombre murciélago, espetándole una certera frase: «¡Solo hace falta un mal día para sumir al hombre más cuerdo del mundo en la locura! Así de lejos está el mundo de donde estoy yo, un mal día». Sumado a la aparente falta de empatía de Batman (siempre ha sido más frío que carismático) lleva a preguntarse quién es realmente malvado. La contundencia frente al sufrimiento del villano ya hace dudar. El relato del pobre diablo asolado por todos y al que se le brinda sólo incomprensión social pueden hacer el resto. A lo mejor está justificada su reacción. A lo mejor el que pretende poner límites sólo es una herramienta de control y abuso.

No. Por supuesto que no. Somos víctimas del maldito relato, del cuento de ganadores y perdedores, ricos y pobres y de nuestra propia comprensión de la sociedad. Pero lo cierto es que no existen matices que sirvan al personaje como una excusa para su maldad. No hay fines que justifiquen medios que pretender romper las reglas que nosotros mismos nos damos. No es tan difícil saber que ninguna agresión puede ser lícita por servir a una causa mayor.

Estos días oigo a muchas personas cercanas a mí, informadas y bienintencionadas, hablar con genuina ligereza del problema catalán como una derivación de una dudosa sentencia y de la necesidad de un diálogo político como solución. Aislándonos del fragor de estos terribles días, a los que solo cabe la respuesta propia de la defensa del orden público, tampoco puedo comprar esos, de primeras, sensatos argumentos.

Parecemos olvidar que todo este proceso se dispara tras la aprobación del Estatut de 2006. Una norma que nadie pidió y que Zapatero se comprometió a apoyar sin conocer siquiera su contenido. Cheque en blanco a cambio de apoyos, algo que nadie después osó corregir.

Un estatuto de autonomía que elevaba el altísimo nivel de autogobierno de Cataluña (prácticamente un estado federal en muchos aspectos) pero que apenas tuvo eco en una población, que ignoró un referéndum al que solo acudieron el 36% de los catalanes. Un apoyo nada mayoritario, pero debemos creer que en menos de cinco años el único problema de la región era su independencia.

Tenemos que transigir que una sentencia, que realiza la aplicación de leyes que conocían y que voluntariamente desobedecieron, es el verdadero origen de un estallido social. Tenemos que, en pos de la defensa de la democracia, negociar frente a quien sistemáticamente ningunea en su gestión política a al menos una mitad de su población.

Díganme, ¿qué negociamos? ¿Más financiación, mejores condiciones fiscales? ¿Acaso representación exterior? No, debemos facilitar el derecho a decidir de quien se lo niega al resto. Porque, en realidad, hasta aquí «les hemos llevado». Ahí está la paradoja de un catalanismo que ha promocionado, defendido y diseñado todo este proceso sin aceptar la responsabilidad de las consecuencias. Si alguien nos ha llevado a este punto no son el resto de los catalanes ni del resto de España, sino unos pocos que -interesadamente- siguen remando y espoleando reacciones totalitarias. Ni hay dos bandos ni ha sido un «mal día».

*Abogado. Especialista en finanzas.