Para bien o para mal, todo cuanto hace, dice o incluso piensa una estrella del deporte es sobredimensionado. Por eso creo que los sueldos abismales que cobran los grandes futbolistas se justifican --a duras penas-- no solo por lo que hacen en las canchas sino por lo que proyectan fuera de ellas. Si los actos que llevan a cabo estos privilegiados del balón son mimetizados por jóvenes de todo el planeta, ¿no sería de obligada responsabilidad que esos actos fueran positivos?

Quien parece haberlo comprendido es Cristiano Ronaldo, cuyo comportamiento ha dado un giro de ciento ochenta grados. La imagen que ofrecía en sus inicios en el Real Madrid no era nada cristiana. El Ronaldo de antaño (presuntuoso, quejica, engreído e incluso triste) ha dado paso al buen Cristiano: colabora más en el juego colectivo, celebra los goles ajenos, rara vez discute las decisiones arbitrales y por si fuera poco anota más goles que nunca.

Ya sabemos que al presidente de la FIFA, Joseph Blatter, esta epifanía sigue sin convencerle: prefiere un Messi a un Mesías, y no lo esconde. Pero ¿a quién demonios le importa --más allá de su cargo-- lo que opine semejante pagano deportivo?

El buen Cristiano se ha embarcado estos días en una campaña de donaciones de médulas destinadas a devolver la salud a muchos enfermos, niños incluidos. Nadie mejor que él para colaborar con esta iniciativa. Si su gesto consigue --de manera indirecta-- salvar vidas, habrá ganado algo más importante que el Balón de Oro, un premio que --aquí se mide la catadura intelectual de Blatter-- no debería ser para el astro luso porque al parecer se peina demasiado.