Nadie en ningún continente y eso que son cinco, quiere ensuciarse los zapatos, las ruedas del coche, el balón del niño, las manos del bebé, el esparto de las sandalias, con excrementos de perro. Nadie desea aplastar las heces que cada día de la vida de un animal, larga o corta, hace en jardines, calles, plazas, árboles, alcorques, aceras, bosques, ríos o playas.

Nadie puede no imaginar que es muy probable que esos buenos perros, mascotas fieles y cariñosas, tengan malos dueños que miren cada jornada en dos o tres ocasiones para otro lado, desentendiéndose de esa responsabilidad exclusivamente suya a los largo de los diez o quince años de existencia de su animal de compañía. Nadie puede dejar de aborrecer a esos malos dueños que no han leído detenidamente las ordenanzas municipales de su pueblo o ciudad, las multas correspondientes, o los peligros sanitarios que encierran esas actuaciones con sus deberes incumplidos en el aire que se respira. Nadie ignora que conoce perfectamente a esos malos dueños, aunque salgan cuando esté oscuro y no se vea a nadie. Quizá hasta sus buenos perros estén avergonzados.

María Francisca Ruano **

Cáceres