WAw nte la proliferación de abusos, de desatenciones, de fallos en los servicios públicos, ante la sensación de impotencia originada por retrasos, apagones y colas, el ciudadano tiene la inmediata necesidad de demostrar su enfado. Sufre agresiones continuas a su simple quehacer cotidiano que pueden traducirse en pequeños trastornos o en pérdidas notables en su negocio. Es entonces cuando toma conciencia de la posibilidad de convertir la queja o el pataleo en una protesta en toda regla. La aparición de las nuevas fórmulas de consulta e información legal abren un horizonte asequible para todos aquellos que vivan ajenos a los enrevesados vericuetos del mundo jurídico y que vean a la abogacía como una institución elitista. Es una buena noticia, en el sentido de que democratiza y universaliza el acceso a las posibilidades de defensa que la ley ofrece. Es importante que la ciudadanía sepa que en una democracia hay mecanismos para reclamar derechos y que tenga a mano instrumentos para ejecutarlos. Pero también lo es el tomar conciencia del peligro de caer en la llamada cultura de la queja de manera sistemática, en una frivolización del sistema que acabe por judicializar las relaciones sociales. Como sociedad, no tendríamos que pasar de la confianza al resquemor, del pacto establecido en todo contrato a la nefasta institucionalización de la posibilidad de negocio a través de la denuncia, como ocurre a menudo en Estados Unidos con ejemplos grotescos. Es decir: sí al abogado que se hace accesible y que rinde un servicio ajustado a las necesidades del ciudadano. No a quienes vean en los juzgados una mina para su insolidario beneficio.