Ha muerto Abú Musab al Zarqaui , lugarteniente de Osama bin Laden y cabecilla de la ofensiva militar en Irak. Un terrorista fanático, valga la redundancia. Un oportuno éxito que George Bush proclama urbi et orbe como un Manelic global que por fin ha matado al lobo. La guerra actual ya no es un enfrentamiento entre ejércitos regulares regulada por una normativa internacional como la obsoleta Convención de Ginebra de 1949. Hay cuatro aspectos complementarios en las nuevas guerras.

Uno. El primero es de orden simbólico. Hoy las acciones bélicas se simplifican representándolas como una caza al hombre. Un personaje demonizado que encarna el rol simbólico del Malo supremo: Bin Laden, Sadam Husein, Al Zarqaui, Al Masri y los que vengan. Frente a él, el Bueno global emerge como el garante de la civilización occidental, de sus valores y seguridad. Es innegable que el terrorismo internacional supone un peligro real que debe ser combatido dentro de los usos que esos valores imponen. Por eso mismo no cabe aquí una equidistancia inocente. Pero no parece razonable rechazar un fanatismo mediante el uso de sus mismos mecanismos ideológicos e instrumentales, hasta convertir la seguridad en una obsesión belicista y sin límite alguno. Plantear una intervención militar como una caza al hombre al estilo película del Oeste: se busca vivo o muerto. El Malo es singular, tiene un rostro y un nombre, no lleva uniforme, puede ser cualquiera y estar en cualquier lugar. Con ese argumento se bombardea a granel y a veces, qué error más lamentable, se destruye una escuela, un hospital o una familia dominguera en una playa. Luego, la inevitable reacción: un camión bomba o un explosivo en la cintura de un mártir. Se busca acabar con un terrorista, y paradójicamente es la población civil la que pone la mayoría de los muertos, la que entrega la mayor cuota de dolor y de odio. Es un bucle imparable.

Dos. Por otro lado está la visibilidad, la inmediatez de la guerra posmoderna, su espectacularidad. Ese western fatal es muy fotogénico, centenares de cadenas de televisión lo transmiten día a día. Lo que acaba por anestesiar la conciencia ética de los millones de espectadores. Se puede ver un degollamiento en directo, alfanje y libro sagrado en mano, o la carnicería resultante de un asalto a un hospital con morteros. En verdad se trata de una falsa visibilidad: solo se muestra aquello que no se puede ocultar a la lupa de los medios de información libres. Es fácil que las acciones bélicas deriven en toda clase de excesos y conculcaciones de los derechos humanos. Es una falsa visibilidad que oculta lo que debe permanecer invisible: detenciones sin garantías -Guantánamo es ya un clamor--; sevicias y malos tratos, cárceles secretas, vuelos chárter fantasmales, deslocalización de la tortura; o, de otro lado, exportación de células militantes y acciones terroristas indiscriminadas, de las que en España tenemos amarga experiencia.

Tres. Instrumentalización. Pero estas guerras posmodernas, genéricamente antiterroristas, también pueden ser manejadas como reguladores de flujos electorales. Véase en la actualidad los iniciales movimientos de Bush --y pronto llegarán los de Blair --, rectificando gradualmente su estrategia en función de la temperatura preelectoral. Pero el calendario de las guerras suele ser imprevisible, y controlar sus primeros escenarios y su tempo es fundamental para rentabilizar sus efectos retroactivos. Una guerra puede comenzar como un paseo triunfal pero nunca se sabe cómo acabará. El valiente comandante en jefe se arriesga a salir por la puerta trasera. Si no se calculan bien los plazos pueden tener un efecto boomerang y remover del poder a quienes lo ocupen. Esa es la grandeza de las democracias de larga tradición como la estadounidense. Recuérdese a Nixon y a Bush padre. En los regímenes de fascismo islamista no hay caso. Las elecciones libres son actividades propias de los demonios extranjeros.

Y cuatro. Recorte de derechos. Por último, debe considerarse el riesgo real de que estas intervenciones militares no deriven en limitación o abolición de los derechos que son el nutriente de las democracias y la base de sus leyes fundamentales. Hay hechos que apuntan en la dirección clara de que esto ya está sucediendo. La única garantía frente a estos recortes paulatinos, que son un contagioso virus antidemocrático, radica en el funcionamiento eficaz de los organismos internacionales, como la ONU y la Unión Europea; de los tribunales competentes de ámbito internacional, y, en general, de las instancias representativas supranacionales. Por todo ello parece impostergable una política internacional de seguridad multipolar, no dictada por las grandes potencias. Por último, pero no en último lugar, se debe contar con el peso decisivo de la opinión pública convertida en clamor en las calles.

*Periodista