La detención de Radovan Karadzic , su puesta a disposición del Tribunal Penal para la ex-Yugoslavia (TPIY) y la apertura de investigaciones por parte del Tribunal Penal Internacional (TPI) contra el presidente de Sudán, Omar Al-Bashir , han avivado el debate sobre la utilidad y la eficacia de una justicia penal internacional.

Es importante no confundir el TPI, establecido en el 2002, que atiende casos de genocidio, crímenes de guerra y contra la humanidad cometidos por individualidades, con el Tribunal Internacional de Justicia (TIJ) de Naciones Unidas creado en 1945, que dirime conflictos entre estados.

La guerra fría impidió avanzar en la idea de una corte penal internacional. El TIJ, por ejemplo, quedó convertido en un foro de acusaciones entre las superpotencias. El final de la guerra fría supuso una reducción de la impunidad en la acción de los gobernantes. Así, en los 90 se crearon los tribunales para Ruanda y Yugoslavia y la iniciativa que tuvo como resultado el TPI, que nació para superar las limitaciones de los tribunales ad hoc , mejorando la efectividad y el efecto disuasorio de estos.

Hasta aquí todo muy bonito, pero la carrera de obstáculos que acabaría desdibujando la justicia no hacía sino comenzar.

En primer lugar, el TPI, solo trata los delitos arriba indicados que se hayan cometido después del 2002. Temas como el terrorismo quedaron excluidos por falta de acuerdo en la definición del término. Y el límite temporal borra de la jurisdicción internacional los crímenes de buena parte de los dictadores siniestros del siglo XX.

XEN SEGUNDOx lugar, solo puede juzgar a individuos de estados miembros, aunque puede ocuparse de casos que afecten a no miembros cuando así les sea solicitado por el consejo de seguridad de la ONU. Por cierto, de este consejo forman parte Rusia y Estados Unidos, que firmaron el Tratado pero no lo han ratificado, y China que, nunca mejor dicho, pasa olímpicamente del mismo. Actualmente tiene 106 miembros y una lista de 40 países que firmaron pero no ratificaron.

Además, el hecho de firmar y/o ratificar no obliga a nada, pues los estados pueden retirarse cuando lo deseen. Cabe señalar que entre los signatarios están Sudán y Zimbabue, donde se están perpetrando las mayores tropelías y crímenes, sin que pase nada. Ambos aducen que solo firmaron y que, por tanto, quedan excluidos de la jurisdicción del TPI. No obstante, el presidente de Sudán podría tener problemas, ya que la investigación se abre por mandato del Consejo de Seguridad, pero cuenta con el blindaje de los chinos en el seno del Consejo. ¿O vamos a ser tan ingenuos para dejar de lado el hecho de las ingentes exportaciones de petróleo de Sudán a China?

En tercer lugar, cabría reflexionar sobre si es un organismo politizado o no. Inicialmente, la respuesta sería que no, pero cuando se observa que los fondos provienen de los estados miembros --los cuales, además, reunidos en la Asamblea del TPI, nombran (y pueden destituir) a los jueces-- surgen dudas acerca de si en algún momento este organismo podría ser utilizado y controlado por alianzas políticas para perjudicar a algunos estados que, aunque democráticos, no gocen de un buen cartel internacional. Esta es una de las principales preocupaciones de países como Estados Unidos e Israel, las cuales, entre otras razones, han motivado su alejamiento del TPI.

Teniendo en cuenta los factores expuestos, no es de extrañar que el TPI solo haya aceptado cuatro casos (Uganda, República Democrática del Congo, República de Centroáfrica y Sudán) de entre las casi 3.000 notificaciones recibidas por crímenes cometidos en 139 países. De estos cuatro casos, solo hay 12 acusados (cuatro en custodia y ocho fugitivos o muertos). Si bien es cierto que el número es mayor en el caso de la ex-Yugoslavia, incluso así da la sensación de que los tribunales internacionales solo juzgan a perdedores abandonados a su suerte, aunque, por supuesto, todos festejemos que los juzguen.

No es de extrañar, por tanto, ver cómo se aferran a sus cargos los tiranos actuales, ya que saben que ahí son prácticamente intocables. La justicia, para serlo, debe llegarles a todos, incluidos los que están en el poder. Así sí que se conseguiría un efecto disuasorio.

Y ¿cómo conseguir una justicia universal y justa? La clave debería ser la expansión de la democracia. Un sistema que, con sus imperfecciones, garantiza la separación de poderes y la independencia de la justicia. Las democracias no siempre se comportan legalmente, pero son capaces de depurar de forma efectiva las responsabilidades. La impunidad en las democracias es la excepción, nunca la norma.

El Tribunal Penal Internacional debería seguir su andadura, pero acompañada de un profundo y efectivo proceso de democratización de la sociedad internacional, de tal forma que, en un escenario mayoritariamente compuesto por democracias, la justicia internacional podría ocuparse eficazmente de los casos excepcionales.

*Profesor de Relaciones Internacionales.