El 27 de octubre de 1992, de regreso a casa tras una fiesta de Halloween, Shauna Howe, una niña de once años, desapareció en Oil City, Pensilvania, Estados Unidos. Después de numerosos rastreos por parte de la policía y de los vecinos, se descubrió que la chica había sido secuestrada, violada y posteriormente asesinada.

El caso estremeció al país; pese a todo el revuelo, la investigación no condujo a ninguna parte. Acabó por convertirse en un «caso por resolver» (y también en el primer episodio de la serie de Netflix, de idéntico nombre).

Había varios sospechosos del asesinato de Shauna, pero la policía no consiguió encontrar pruebas. Descartaron a uno de los más señalados porque cuando se cometió el crimen tanto él como su hermano se encontraban en la cárcel. Es lo que se decía, y punto.

Veinte años después, el detective de policía Rich Graham se hizo cargo de la investigación. Lo primero que le sorprendió fue que nadie se había preocupado de solicitar un documento que confirmara que James O’Brien y Timothy O’Brien estaban realmente entre rejas cuando sucedió la tragedia. Pronto supo que los dos hermanos habían librado aquella noche y las posteriores, gracias a un permiso. A partir de ahí fue sencillo tirar del hilo. Ese detalle cambiaba de raíz el curso de una investigación que se había quedado estancada.

Puede que el detective Graham no fuera más inteligente que los que le habían precedido, pero demostró más sagacidad que los otros al poner en duda la verdad oficial. Y eso le llevó a la resolución del caso, con la consiguiente sentencia para los dos asesinos.

Dudar es de sabios, y quizá por eso nos ejercitamos tan poco en este verbo. Unas veces por molicie («Es lo que se dice») y otras por miedo («El que busca la verdad corre el riesgo de encontrarla», Manuel Vicent dixit), miramos de reojo a la Verdad, esa diosa a la que veneramos y odiamos a partes iguales.

*Escritor.