WEw l acuerdo alcanzado ayer por los congresistas demócratas y republicanos para apoyar el plan diseñado por la Administración de Bush para destinar 700.000 millones de dólares de fondos públicos (482.000 millones de euros) al rescate de los productos financieros que amenazan con colapsar el sistema financiero de EEUU, y por añadidura, de gran parte de Occidente, se ha producido en un marco de garantías superior al presentado inicialmente por la Casa Blanca. La insistencia de los demócratas en proteger el dinero de los contribuyentes del atrevimiento de gestores desaprensivos mediante una comisión que supervise la aplicación del programa ha sido finalmente aceptada por Bush, pero este ha podido mantener ante la opinión pública la impresión de que llevaba la iniciativa y de que, a 24 horas de suspenderse la sesiones en ambas cámaras, su alternativa era la única posible.

El rescate financiero compromete a los candidatos de ambos partidos, pero deja en peor lugar al republicano John McCain, que hasta la fecha se ha parapetado en su liberalismo de manual para oponerse a las propuestas demócratas. La alarmante alocución de ayer de Bush dejo a los demócratas sin más salida que sumarse a su propuesta, pero es aventurado suponer que el gesto de un presidente en el ocaso repercutirá en las encuestas en favor de McCain. Porque, en realidad, han prevalecido algunos de los requisitos irrenunciables adelantados por Barack Obama, tan dispuesto a sumarse a la intervención pública como reacio a dar un cheque en blanco a la Administración.

Si el camino es inyectar dinero en bancos en funcionamiento, hay que aclarar los procedimientos hasta el más mínimo detalle, evaluar los costes, garantizar el control independiente y solvente de la gestión, establecer el valor de las acciones, y limitar la retribución de las ejecutivos. Esos principios, defendidos por los demócratas, y que no figuraban en el primer borrador redactado por el Tesoro, han prevalecido. Y, aún así, es legítimo preguntarse si cabían otras alternativas para salvar los muebles, seguramente más complejas, pero también más higiénicas, como cancelar las deudas cruzadas para reducir el endeudamiento, origen de los problemas.

En ese contexto, Rodríguez Zapatero trató el miércoles en Nueva York de defender ante el mundo la solidez de nuestra economía. Es su obligación, y resulta, por tanto, comprensible que lo hiciera después de que desde algunos medios internacionales, como el Financial Times, se haya descalificado con pocos matices el rumbo económico español.

El problema es que Zapatero incurrió en el triunfalismo que ya viene siendo habitual cuando habla de economía y que tan mala acogida tiene en una sociedad angustiada por la crisis. Sacar pecho al señalar que España ha superado a Italia en renta per cápita y que en tres o cuatro años hará lo propio con Francia es un exceso en estos momentos de incertidumbre. El fácil recurso a las cifras macroeconómicas, cuando miles de personas están preocupadas por su puesto de trabajo, el recibo de su hipoteca o el precio de los alimentos básicos es un error más en la gestión política de la crisis por parte del Gobierno. Mención aparte merece la alusión del presidente a la robustez del sistema financiero español. Es cierto que los bancos y cajas españoles disfrutan de buena salud, lo que debe generar confianza entre los ciudadanos y los inversores extranjeros. Pero las reflexiones de Zapatero serían más convincentes con el punto de humildad que corresponde al presidente de un país con una economía de segunda fila.