La cosa va para largo. Esta semana, el congreso aprobó la prolongación del arresto domiciliario de todos nosotros por otras dos semanas. Mientras, la epidemia prosigue su marcha triunfal, dejando cifras espeluznantes de víctimas y uno, a pesar de la hipérbole, no puede sino evocar cuadros como El triunfo de la muerte, de Pieter Brueghel el Viejo, conservado en El Prado, hoy cerrado. Se trazan paralelismos con la mal llamada «gripe española» (que en realidad surgió en Estados Unidos) o con la peste negra. De hecho, la novela La peste, de Albert Camus se ha agotado tanto en Francia como en España. Morbosa que es la gente, como muestra que en Netflix triunfen la serie Pandemic y la película Virus.

El tópico medieval de la danza de la muerte vuelve a estar de moda, en un baile global, donde las distintas naciones han ido saliendo al corro: primero China y Corea, después Italia y España y luego han ido sumándose Francia, EEUU y resto del mundo.

En la danza macabra, la cabra sigue tirando al monte: quien es buena persona, muestra lo mejor de sí, y el cabrón hace lo propio. Así, cada cabra agita su cencerro, que suena bastante parecido a la cacerolada: estruendo bárbaro, que pretende silenciar con el ruido la palabra de quien piensa diferente. Si es cierto que la cacerolada antimonárquica de la semana pasada no me pareció del todo mal por surgir del malestar por un escándalo de corrupción, no acabó de gustarme (y no la secundé, como no secundaré ninguna) pues se produjo antes de escuchar las palabras del rey, y no después de darle opción a expresarse.

Todavía más lamentable fue la cacerolada del pasado sábado en contra del gobierno (por desgracia, hube de constatar, más sonora en Cáceres) alentada por el líder de la extrema derecha, que echó mano del recurso más antiguo: el del chivo expiatorio. Abascal señaló a Iglesias, como Goebbels señaló a los comunistas cuando se incendió el Reichstag, o como en la Edad Media (y mucho después) se señalaba a los judíos. Supongo que mucho señorón acomodado, al que nunca ha faltado de nada, siente estos días miedo y rabia, temible combinación, viendo que, como en el cuento ‘La máscara de la Muerte Roja’, de Edgar Allan Poe, ninguna fortaleza pudo proteger al príncipe Próspero de la peste que asolaba a sus súbditos, como ninguna cuenta corriente, por bien provista de fondos que esté, protege del coronavirus. Eso sí, sus fondos lo primero, con una avaricia patológica que haría las delicias de El Bosco, como la del vicegobernador de Texas, que dice que los abuelos (incluido él) deben sacrificarse antes que poner en riesgo la economía. Mientras, la prensa derechista lanza insidias como la de que la culpa de todo la tuvo el 8-M, como si no hubieran asistido a esas marchas políticas del PP, como Cuca Gamarra, o como si ese mismo día no hubiera habido partidos de Liga con cientos de miles de personas en los estadios.

Al menos la plaga pondrá de manifiesto la necesidad de contar con un sistema sanitario competente para el que no se escatimen fondos y de ser autosuficientes en cuanto a ciertos productos, sobre todo los equipamientos médicos y los productos farmacéuticos. Entretanto, entretengámonos, leyendo, escuchando y contándonos historias como hacían los protagonistas del Decamerón de Boccaccio, obra maestra de la literatura medieval, que nos sitúa durante la peste que asoló Italia en el siglo XIV, que «se había iniciado unos años antes en Oriente; arrebató innumerable cantidad de vidas y, sin asentarse en un solo lugar, se extendió continuamente hasta que, por desgracia, llegó a Occidente». Sus diez protagonistas (siete mujeres y tres hombres), retirados de la sociedad, se cuentan cien relatos, subidos de tono muchos de ellos, para levantarse el ánimo.

*Escritor.