Los balcones se han convertido, en estos tiempos de confinamiento, en algo muy diferente para lo que fueron pensados. El mío, desde que le puse un cierre metálico, se ha convertido en el territorio de mis dos gatos. Dalí y Gala otean desde allí el horizonte subidos a sus rascadores y podios, ajenos a la tragedia que se cierne a su alrededor. Mi balcón también hace la función de tendedero y, en muchas ocasiones, he saludado a los vecinos mientras oreo camisetas y pijamas. Pero ahora el balcón ha cobrado una nueva dimensión: en ellos conocemos que los demás no son ajenos a esta difícil situación y nos ponemos en su lugar. Nos recuerdan que no estamos solos en este trance.

Cuando salgo al balcón a las ocho al aplauso popular me fijo en los habitantes de los bloques que tengo en frente. No había reparado en ellos, pero ya sus caras me van pareciendo familiares. Los edificios semejan grandes colmenas en las que a la hora convenida se celebra una danza al ritmo de canciones que animan a la resistencia. Me siento cercano a los niños de un vecino que tengo delante y al que nunca he saludado. Estoy esperando a que todo esto acabe para interesarme por ellos. ¡Estamos tan cerca, pero a la vez tan lejos de nuestros semejantes!

Todo es una suerte de abrazos rotos, imposibles, que no acaban de llegar, aunque se deseen con mucha fuerza. Me acuerdo del cuadro de Juan Genovés titulado El abrazo, que se convirtió en símbolo de la Transición como representación de la reconciliación. Espero que esta cultura del balcón nos acerque a los demás, a los que están cerca, e incluso a los que están en las antípodas de nuestro pensamiento.

Creo que es el momento de construir un mundo nuevo donde la ideología no pese tanto y nos pongamos en el lugar y el sufrimiento de los otros, gracias a estas miradas desde nuestros balcones en las que hemos redescubierto a nuestros vecinos. Refrán: La señora Ostentación, echa la casa por el balón.

*Periodista.