Filólogo

Bagdag ha caído; la estatua de Sadam ha caído, ha caído el régimen del dictador; ha caído Couso y Parrado y las cámaras de sus compañeros; han caído suficientes iraquíes para dejar repletos los cementerios; han caído los heridos indispensables para dejar colmados los hospitales, los hombres necesarios para dejar repletas de viudas las casas; han caídos los padres exactos para dejar las casas llenas de huérfanos, han caído los niños precisos para que haya madres con luto de por vida, ha caído Irak: un trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín. Ha terminado la guerra y sobre mi túnica echarán suerte y a ese evangélico y previsor prorrateo acudirán crueles y depredadores los buitres carroñeros.

Caerán, sobre la fantasmal cueva de Alí y Babá, a sortear la túnica, tras haber crucificado al pueblo de Irak, los cuarenta ladrones para, de la mano del amigo americano, salvador y vencedor, reorganizar la suculenta reconstrucción de lo que antes han destruido.

Por caer ha caído, aún más, la decencia y la vergüenza de Televisión Española queriendo imponernos las imágenes de bienvenida y los besos de los marines libertadores cuando ha regateado la repulsa del pueblo a la guerra, y ocultado miserablemente las imágenes de los muertos en las cunetas, las de niños desparramados, las de los quemados, que son las que nos han herido el alma.

Sí, han caído, cómo no, los vencidos que producen todas las guerras, todas las invasiones, muertos anónimos, desconocidos, a quienes la historia no les reservará nunca una frase. El botín de los triunfadores llegó hasta las palabras: arrasaron con el laurel, la gloria, el podio y el verbo. ¡Vae victis!, es la única expresión misericordiosa que registra el diccionario: ¡Ay de los vencidos!

De los vencidos y de los vencedores que desde el principio hicieron que la verdad fuese la primera en caer.