Al término de la Dictadura, las cajas de ahorro funcionaban razonablemente bien, regidas por unos administradores que se convirtieron en virreyes de algo que no era suyo, pero que gobernaban con reconocida prudencia. Por supuesto, que el poder político presionaba para que se llevaran a cabo determinadas inversiones difícilmente rentables en lo financiero, pero convenientes en lo social. Los virreyes, no obstante, se resistían con bastante dignidad y se salvaguardaban los intereses de la institución.

Con la llegada de la democracia las cajas se convirtieron en las cajas de la tentación y todo partido político sintió la fascinación de meter mano en la Caja, no en la caja registradora --¡faltaría más!-- sino en el gobierno de las Cajas, fueran de ámbito provincial o regional. A pesar de todo, como es muy difícil poner patas arriba una entidad que tiene tradición de funcionamiento, no se produjeron grandes catástrofes, salvo algunas concesiones irresponsables de créditos con interés político y el funcionamiento automático de la oficina de empleo para los amiguetes, de tanta tradición mediterránea --"¡Pepe, colócanos a todos!".

Sin embargo, estas irregularidades se salvaban por el buen ciclo económico y el error de hoy se neutralizaba con la plusvalía de mañana. Hasta que llegó la crisis y algunos no pudieron disimular que, debajo del traje y la corbata, no llevaban camisa.

A pesar de todo sigue la fiesta. Esperanza Aguirre cambia los estatutos para mandar más en Caja Madrid, lo que no está bien, y el Gobierno le paraliza una acción legal, que está todavía peor.

Hay órdenes políticas de que la Caja de Castilla-La Mancha lave su bancarrota con una fusión, pero el poder político tras Unicaja dice que no y ahí está el Banco de España para pagar los desperfectos. Pero la tentación, como se ve, no cesa.