La calle estaba vacía, las aceras muertas esperando a que amaneciera. El había apurado la madrugada dando vueltas por la ciudad, escuchando el sonido sordo del tráfico en las noches de invierno. Apenas había movimiento y, por un momento, tuvo la sensación de que a su alrededor todos dormían. Qué paradoja: la vida quieta e inmóvil, cuando el tiempo se para hasta que amanece de nuevo. Al volver a casa, descubrió el rosario de farolas encendidas, de escaparates a media luz mientras los maniquíes le miraban vigilando sus pasos. No había rastro de actividad humana hasta que abrió la puerta de aquel cajero. Ni el frío logró mitigar la bofetada de mal olor que recibió al cruzar la puerta. Aquellos dos tipos dormían en el rellano de la oficina, envueltos en mantas y al calor de la calefacción por cortesía de la entidad bancaria. Una paradoja de estos tiempos, un regalo para no morirse de frío. Como a quien le sorprenden los ruidos de madrugada, uno de los hombres se incorporó interrumpiendo quizá un sueño o una pesadilla mientras el ritual de introducir tarjeta y recoger el dinero seguía los cauces habituales. En un balbuceo apenas comprensible, aquel tipo de barba poblada y gorro de lana --cuánto de real es la vida cuanto más miramos a la calle-- pidió unas monedas para el café de la mañana. Su amigo siguió durmiendo mientras la puerta se cerraba otra vez dejando atrás la otra cara de la ciudad. Ya en casa, mientras se ponía el pijama y luego abrazaba su almohada, se preguntó cuántos escenarios tan reales como ese habría en otros lugares del país. Quizá mucho más cerca de lo que podía pensar.