Cuentan, leyenda o verdad, que Alfonso XIII, estando en tierras extremeñas, dio por comer caldereta. Quizá fuera en una de esas jornadas de caza que tanto le agradaban. La caza y la caldereta hacen buenas migas. El orden de los factores no altera el resultado. Las migas y la caza hacen buena caldereta. O también, las migas y la caldereta hacen buena caza. Sea como fuere, fuera donde fuere, al monarca le resultó en extremo placentero aquel guisote recio y campero. Tanto le satisfizo la simpar receta que ordenó (rogó) a su cocinero que tomara buena nota de ella y se la llevara a palacio.

Una receta judía, mora y cristiana, que a todas las religiones place el cordero. Un guiso trashumante que vino a echar raíces en Extremadura. Vitualla de pastores en sus soledades. Cocina de aprovechamiento (y no digo más). Un plato sencillo que se ha convertido en santo y seña de la gastronomía extremeña. La caldereta o frite, que también por tal nombre se conoce, es un guisote con mil caras, pero que viene a resumirse en la cocción de un cordero troceado. Cordero y algo más claro está: aceite, agua y vino, ajo, pimentón de La Vera al gusto... y mano lenta. Una ceremonia que principia con olor a leña de encina y aroma del ajo bailando en aceite caliente... Lo que no puede faltar tampoco es la magia de un majadito de hígado y pan para engordar la salsa. Eso es todo. O casi todo. El resto queda a la imaginación de las buenas gentes extremeñas. Porque la caldereta se cocina (y se come) entre amigos, al pie y a la sombra de una encina. Porque la caldereta es, esencialmente, el rito campero de compartirla. «Cuchará y paso atrás»; quizá la mejor manera de comer un guiso tan sabroso como contundente. Leña vieja, vino viejo, amigos viejos,... y si vinieran más de los previstos bastará con mucho pan con el que mojar y mucha patata con que doblar la olla. Nadie se quedará sin comer. Nada tan socorrido. Nada tan ancestral. Para bien o para mal.

Para bien y para mal, porque la caldereta extremeña, ¡ay!, no se sirve en los restaurantes extremeños; al menos, no en la mayor parte de ellos; quizá en algún modesto restaurante o, más quizá aún, en algún menú del día tan escondido como humilde. Increíble pero cierto. Salvo honrosísimas excepciones, dignas de aplauso, rara vez la encontrarán ustedes presidiendo nuestras cartas. Por más que repaso mi archivo de mesas y pitanzas no encuentro memoria de caldereta alguna. Nada. Como por encantamiento, alguien nos ha robado la muy nuestra caldereta. Algo así como si en los restaurantes asturianos no se pudiera pedir fabada o en los valencianos no ofrecieran paella. ¡Menudo desaguisado el nuestro!

Pero volvamos a las andanzas del Rey Nuestro Señor. Acabadas las monterías por tierras extremeñas, de vuelta a palacio, fue hora de que el cocinero cocinara. La caldereta se vistió de tiros largos. Y bien,... pero no bien del todo. El augusto comensal puso, plato de por medio, mohín de regulín regulán. Y sigue contando la leyenda, la negra leyenda que nos abraza, que el cocinero, disgustado, creyéndose engañado, con ocasión de otra montería, preguntó cuál era el ingrediente secreto que le habían ocultado los extremeños. Y sigue contando la leyenda, la negra leyenda que nos abraza, que el más viejo, y probablemente también el más sabio, le contestó socarrón: «el frite se jace asina y el condimentu que falta es la jambri». Leyenda o verdad de Extremadura. «Se non è vero, è ben trovato». La caldereta de cordero: una metáfora casi perfecta de Extremadura.