Cuando yo era un chaval, tuve un caleidoscopio. También tuve un Citroën de plástico, una pistola de agua, unas novelas que habían sido de mi padre, unas revistas de Círculo de Lectores, dentro de un baúl, y algunos cachivaches más en el desván de la casa de mi abuela. Pero lo que más me gustaba era el caleidoscopio. Me gustaba ver las figuras de cristalitos, simétricas y luminosas que cambiaban cada vez que le daba la vuelta al cilindro. Era mi sueño de niño. Con el tiempo esto se olvidó, y el caleidoscopio con todo lo demás quedó perdido quién sabe dónde. Pero muchos años después me acordé con nostalgia del caleidoscopio, y me sigo acordando. Desearía tenerlo de nuevo, porque sería como tener conmigo otra vez aquellos veranos infantiles, con las mismas ilusiones, que en el corazón de este sexagenario que ahora soy, no se han muerto. No sé si existen ya caleidoscopios, y me acuerdo cuando miraba las tarde aquellas de sol y de siesta, calladas y encendidas de mi niñez, y escuchaba las cinco en el reloj de la escuela, y al heladero anunciando el rico helado mantecado. Ya no está la lancha vieja de aquellos años, ni la casa de mis abuelos, ni el desván de mis sueños adolescentes en ningún sitio, pero si tuviera otro caleidoscopio, creería en la vuelta del tiempo perdido, como creyó Proust, y escribiría, si me dejaran, un artículo mejor.