Historiador

Pasear por las aceras de nuestros pueblos, y sobre todo ciudades, supone en muchos casos una carrera de obstáculos con riesgo de caídas y emporcamiento: tal es la cantidad de incívicos dueños de perros de todos los tamaños que, tras desahogarse el animal, dejan sus deposiciones en medio de las baldosas como si no fuera con ellos. Y es curioso porque muchos de estos sujetos son los que luego se quejan de que nuestras calles están impresentables. Unase a esta fauna la formada por los arrojadores de papeles, plásticos y otros desperdicios, entre los que se llevan la palma los jóvenes de nuestras escuelas e institutos, que dejan los envoltorios de sus dulzainas, paquetes de tabaco, cáscaras de pipas, cuando no vidrios rotos y latas de bebidas, en los alrededores de sus centros... educativos.

Esto es lo que tenemos. E incluso he visto a los esforzados animales (los perros) echando su plasta detrás de barrenderos que acababan de limpiar sin que el otro animal (el dueño) hiciera otra cosa que seguir tranquilo hacia adelante. Que recoja en el cobra para ello , contesta iracundo si se le reprocha, o algo peor si se le calienta la boca; en el caso de los mozalbetes, algo parecido: que se vuelva para atrás la limpiadora/el limpiador y recoja sus desperdicios del lugar que acaba de limpiar; para eso están, ¿no les parece?

Ensuciar las calles es como un deporte nacional. Una manera de conducirse como señores con vasallos. ¡Qué sucio está todo! , dicen. Y miran a los lados, esperando la prontitud del criado que venga a reparar lo que ellos, con tanto poderío como impunidad, desarreglan. Alguna vez, desde luego, habrá que empezar a dar lecciones de urbanidad y dignidad colectiva, aunque haya que comenzar obligando a que enderecen cien por uno sus entuertos. Como en tantas cosas, en la mayoría de Europa en esto nos llevan sobrada delantera.