Admiro los oficios, esas miradas de quienes saben que hoy ya no volverá jamás y que hace falta agarrar la vida para ganársela. Abrí la puerta y se le iluminaron los ojos. La chica que maquillaba a los artistas en aquella televisión ayer por la mañana le ponía pasión. Sus manos peinaban el rostro de los protagonistas del estudio de grabación, tan metidos en lo suyo, tan divinos ellos. Pero allí estaba ella, dispuesta a hacer bien su curro, que para eso pagan menos y hay que poner todos los meses dinero en la hucha de casa y lograr el sueño de unas vacaciones. Salimos a la calle y el taxista era un tipo conversador que nos contaba que la música era su vía de escape, que le gustaría haber estado en Galileo, esa sala tan genuina de Madrid donde se lucen los cantautores, escuchando a María Rozalén , que ahora sonaba en la radio de los éxitos de este marzo. Quizás al volver a casa después de diez horas de trabajo le alivie el abrazo de sus hijos, como me pasa a mí con los míos, algo así como saber que merece la pena vivir por ellos. Siempre. Ocurrió también esa mañana cuando salí en busca del zumo de naranja y me topé con el barrendero que tarareaba una canción en aquella calle fría, con la malla puesta para no resfriarse aún más. Le quedaba todo el día, pero allí estaba él, dispuesto a llevarse las horas por delante. A la madre que paseaba el carrito horas después también le gustaba el sol de primavera. No era por ella sino por su bebé. Vitaminas de luz y esperanza, abrazos de día y llantos de noches. Todo por hacer, tanto por vivir. Me gusta la vida. Esta mañana volveré a salir a la calle. Igual que ustedes, con ganas de aprender. Para saber que me quedan muchos espejos en los que mirarme. Para seguir. Para crecer.