Si en una democracia, las elecciones son el instrumento del que se sirve la ciudadanía para expresar su voluntad, los vascos han manifestado un inequívoco deseo de terminar con la etapa hegemónica del nacionalismo, apostando por un cambio que favorezca la normalidad institucional, la creación de una comunidad más libre y con un mayor nivel de convivencia, donde proclamarse español, defender la Constitución, el bilingüismo integrador, la cultura y de los símbolos españoles, o el pretender erradicar la lacra del terrorismo, no signifique un ataque a la línea de flotación de las esencias vascas, sino la expresión de un pensamiento que tiene el mismo derecho a ser manifestado y defendido como cualquier otro.

Ibarretxe ha jugado con fuego y ha terminado quemándose, ha arremetido de forma tan obsesiva con su plan de autodeterminación soberanista, que las urnas le han terminado pasando factura, también por haber practicado una política excluyente, recortando libertades y empleando un discurso ambivalente e interesado con el entorno terrorista.

No puede achacar su fracaso a la exclusión en estos comicios de los partidos de la izquierda ilegal, ni utilizar como justificación el hecho de haber sido la formación más votada, pues estas elecciones no son unas presidenciales, y lo que cuenta es el número de parlamentarios que estén dispuestos a decantarse por un determinado presidente, tampoco sirve la excusa de que el PNV haya aumentado en el número de escaños, ya que todos ellos provienen de sus anteriores socios de coalición, con lo que cualitativamente su posición ha quedado más debilitada. Su política excluyente le ha llevado a rechazar a todo aquel que no comulgara con sus ideas, por lo que ahora tiene que lidiar con los fantasmas de su pasado y con las consecuencias de su manera de proceder.

XIBARRETXE SEx creía investido de un poder que le venía de lo alto, dueño de una institución no sometida a la alternancia, lo que le ha llevado a la patética situación de actuar como el perdedor airado, el resentido, el traumatizado al que le arrebatan algo que consideraba de su propiedad, no dudando en utilizar la irracionalidad y el despecho propio de un animal herido, amenazando con las balas de fogueo de una represalia rampante, poniendo en entredicho la estabilidad y la legitimidad institucional de un gobierno en el que él no ejerza como protagonista, haciendo un alegato encubierto a la confrontación, al frentismo y a la radicalización, considerándose la víctima propiciatoria de una usurpación encubierta.

Mientras tanto, en el País Vasco se abre un tiempo nuevo, una época marcada por el signo del cambio, con la posibilidad inédita de inaugurar una sociedad diferente, donde junto a la formación de un gobierno distinto, se produzca el hecho de que ningún demócrata se sienta atemorizado, ni perseguido, ni excluido, donde 250.000 vascos que se fueron exiliados por el miedo, puedan regresar a su tierra, donde se reanude el diálogo con los agentes sociales y la vida transcurra sin sobresaltos, con la anodina normalidad con la que se vive en cualquier parte.

Patxi López se ha constituido en el referente histórico de un pueblo, tiene en sus manos la posibilidad de restaurar el pluralismo social y político, por eso no puede quedarse perdido en medio de una tierra de nadie, ejerciendo una función de mediador entre dos formas de pensamiento, facilitando un tránsito lento, elaborado a base de concesiones, pretendiendo contentar a todo el mundo, como el rehén apocado de una transición que todo lo fía a la mera apariencia de un cambio formal y altisonante.

Puede formar un gobierno monocolor constituido por un equipo de profesionales independientes que representen a las diferentes sensibilidades de esa tierra, apoyado por acuerdos puntuales con el PP y UPD u organizase formando un gobierno de coalición entre los tres, para garantizar una mayor estabilidad. En situaciones como éstas los intereses de partido y los egoísmos personales han de pasar a un segundo plano, porque la empresa a la que están llamados exige un particular ejercicio de responsabilidad, además de servir como la ejemplificación más sensata de una gran coalición que sirva como precedente para un futuro pacto de Estado a nivel nacional.

Un gobierno de coalición entre socialistas y nacionalistas significaría un paso atrás, defraudar las expectativas de quienes confiaron en el cambio, generar una frustración innecesaria, como el que malgasta una oportunidad única e irrepetible, eso no quiere decir que tenga que renunciarse al apoyo y al concurso del sector más moderado del nacionalismo a lo largo de la legislatura. Es una oportunidad por la que merece la pena apostar, aunque sea a costa de tener que sacrificar al apoyo que el PNV representa para la gobernabilidad del Estado, aunque haya que aguantar los iniciales embates de un PNV desubicado y emocionalmente herido.

Cualquier cambio genera incertidumbre, y más cuando se hace a costa de alguien que lleva tanto tiempo en el poder, pero hay ocasiones en las que es preciso armarse de valor y dar un paso al frente, en la serenidad que proporciona el estar viviendo una etapa histórica de esas que marcan época.