En estos tiempos en que la medicina se ha tecnificado hasta extremos inimaginables hace solo unas pocas décadas, las acciones sobre salud pública parecen una especie de hermana pobre. Un trasplante de cara tiene infinitamente más eco en los medios de comunicación, por muy pocas personas que sean las que finalmente se van a beneficiar de ese avance o quizá precisamente por eso, que una medida destinada a mejorar las condiciones de vida, o a modificar los hábitos, de decenas de miles. Y, sin embargo, han sido las decisiones sobre salud pública las que han logrado que la sociedad en su conjunto progrese y mejore sus expectativas de vida.

Las decisiones adoptadas por el Ministerio de Sanidad y las comunidades autónomas para prohibir los alimentos grasos en los centros escolares, así como para vigilar que los comedores escolares sirvan una dieta que evite la obesidad infantil entran dentro del capítulo de medidas de salud pública que a largo plazo pueden contribuir a evitar --no lo harán por sí solas, porque se necesita la implicación de las familias-- uno de los más graves y onerosos problemas de las sociedades desarrolladas: la obesidad. Que en una región como Extremadura haya una tasa de obesidad infantil que ronda el 30% es de todo punto alarmante. Las acciones de las administraciones no serán decisivas para variar este rumbo, pero si introducen el mensaje de que es preciso modificar las dietas, desechar los alimentos que engordan e introducir hábitos de ejercicio en los niños, el valor de esa decisión modesta y nada espectacular podría llegar a ser incalculable.