Resulta a veces difícil advertir los cambios en las personas que nos rodean en el día a día.

Nadie nos garantiza que no vayamos a dar un paso para caer en una nueva etapa, ya sea para bien o mal, que nos haga extraños y hasta irreconocibles ante los demás. En estos días de final de año asistimos a la ceremonia del recuento y los balances, los resúmenes y el análisis.

Un ejercicio, admito, en el que el tiempo sí se convierte en algo real, como si los meses que han pasado desde las últimas uvas se hubieran transformado en una sucesión de acontecimientos reducidos ya a la película de nuestra vida. Y resultaría apasionante asistir a una sesión de ese cine vital para descubrir eso mismo: cuánto hemos cambiado y esa cantidad de cosas que nos han ocurrido hasta llegar aquí, al umbral del 2017 si apenas darnos cuenta.

En ese afán tan nuestro por mirar a los demás, sería digno de estudio valorar cuánto hemos llorado y reído por una o mil cosas, si hemos amado lo suficiente para saber lo que es y, quizá, solo quizá, si podríamos reconocernos ante el espejo de los vaivenes.

Hace unos días asistí a un momento en el que, en el fragor de los brindis, adiviné que quienes estábamos allí no éramos quienes se tomaban las cervezas en verano, ni siquiera en otoño, porque tanto había pasado que ya nos costaba reconocer lo que hicimos entonces.

Miguel sigue en el hospital, esos amigos que eran pareja pasaron a otra página, Pepe se marchó lejos y ellas siguen creciendo para felicidad de todos. Hasta nacieron niñas y José se hizo padre.

Cerca, muy cerca, sigues estando siempre tú. Todos estábamos allí, sanos y salvos, para afrontar otro año, otra vida más que currarse. A pesar de nosotros, a pesar de los cambios.

* Periodista