Desde que Zapatero decidió que solo podía ofrecernos sangre, sudor y lágrimas, a Mariano Rajoy parece haberle pasado un ángel por encima. Ha ido de decirle lo que debía hacer a quejarse porque lo hace. Sale en las encuestas más disparado que la prima de riesgo de la deuda pública española, pero continúa sin encontrar ese discurso, ese tono y ese sitio que convenza a la mayoría, o a los suyos, de que esta es la buena. Como buen gallego, Rajoy es un maestro en el arte de medir los tiempos y un artista en adaptarse al terreno. Pero el tiempo ya no se deja manejar y el terreno amenaza derrumbe sin reformas urgentes. Hay que tomar decisiones.

Difícilmente podrá gestionar de nuevo la contradicción entre pedir el recorte del gasto un viernes y votar en contra el lunes. Se avecinan votaciones aún más peliagudas. O satisface a los partidarios de la estrategia de duro y a la cabeza porque el problema es Zapatero. O atiende a quien le recomienda ofrecer un perfil de alternativa que sabe estar en cada momento y en cada lugar. La primera opción reporta más victorias mediáticas, pero hace tiempo que tales hazañas están amortizadas. Para muestra, el paupérrimo rendimiento de ese discutido no en el Congreso donde ganó nada y perdió igual por un voto. La segunda alternativa pone de los nervios al movimiento antizapaterista , pero genera la tranquilidad indispensable en los influyentes despachos y selectos círculos donde inquieta ese populismo por cualquier medio necesario que parece haberse instalado en Génova.

Seguir castigando el hígado de otro o ganarse nuestra confianza, esa es la cuestión. Seguramente, le facilitaría mucho la tarea aclarar si va a seguir corriendo hasta que el caso Gürtel le alcance o va a pegar primero y aplaudir después. Como todo en la vida, el liderazgo asentado en esperar y ver cómo se equivocan los demás, tiene un límite. El suyo ya ha llegado. Francisco Camps no se va a ir. O le fulmina o le fulminan. Cómo o cuándo lo hará, tratándose de Rajoy, como siempre es un misterio.