Tantas veces le nombraron que un día ese nombre dejó para siempre de existir. A veces los recuerdos engañan. Pasa con la memoria.

Y, si no, hagan una prueba y traten de recordar cuánto y cómo vivieron los momentos con las personas que, ojalá, sigan a su lado.

Por eso a veces sorprende tanto ver las fotos. Nada más aterrador que el ejercicio de mirarse al espejo de un álbum donde veamos, realmente, la vida pasar.

Ocurre como un grato ejercicio de autocomplacencia, quizá, o, sencillamente, como una forma de hacernos sentir vivos.

Las imágenes que dejamos atrás, las experiencias que vivimos o las que se vuelven con nosotros al mirar, por ejemplo, instantáneas de ayer donde ya hay otros en esos mismos lugares.

Hablo de los campamentos de Descargamaría, allí en el corazón de la Sierra de Gata, donde crecimos, vivimos y sentimos que el bosque era nuestro.

Ahora, al asomarme a Facebook y ver otras caras que podríamos ser nosotros, los de entonces, intuyo los rincones, los paisajes, el agua y los caminos. También los sacos, la luz y la luna.

Amigos para siempre y gente a la que nunca olvidaré.

No, no es nostalgia porque allí quedaron jirones de esos otros que somos ahora. Quizá padres, a lo mejor distintos, pero entonces iguales.

Nuestros cuerpos no ocupan ya ese lugar, sí las almas y las pieles. Mirar y observar a esos niños que ahora son adolescentes, a los pequeños que serán mayores y recordar que los sitios tienen nombre porque hay personas que los crean.

En las fotografías de ahora trato de reconocer algún espacio de aquel campamento y, por un momento, me siento al borde de las parrafadas del verano, de los primeros amores y los sueños incumplidos.

Y trato de volver, mirando el cuaderno de fotos de internet para saber, si también yo, vuelvo a estar entre los nuevos chicos que llegaron hace unos días a campamento.