Fíjate, hermano, cómo las calles se llenan de luces de colores y los comercios, de par en par abiertos con sus atrayentes jugueterías y regalos, están repletos de gente. Observa cómo nos disfrazamos de bienestar envueltos en niebla, queriendo por unos días olvidar la dolorosa realidad escondida en el silencio de un dulce sueño. Entre cánticos al Niño del pesebre, y con destellos estelares, caminamos ofreciendo amigables sonrisas y afectuosos saludos a los amigos y conocidos, sin necedad maliciosa deseando a nuestros semejantes felices fiestas.

De vuelta a casa con cierta sensación culpable en tu pecho, enciendes la televisión, y algunas cadenas recurren con programas y actos benéficos, e insisten para hacer ahora lo que durante el año se arrincona: activar proyectos para ayudar a países desfavorecidos de Africa. Y quieres gritar reclamando lo que otros hace tiempo reclaman y no se escuchan. Y te interrogas: ¿Y yo qué puedo hacer?

Vuelves a la calle con más sensación de culpa y piensas: "Si yo también estoy en el umbral de la pobreza". Cuando de pronto en la nocturnidad ves a un grupito de personas --hermanos tuyos-- rebuscando en los contenedores de basura. Sientes que se te humedecen los ojos y tropiezas con algo: es un indigente acurrucado en la acera cubriéndose con cartones. El amor humano hace que te agaches junto a él y pongas tu chaqueta sobre su gélido cuerpo al tiempo que deslizas con mano temblorosa un billete de 20 euros que colocas a su lado donde él pueda verlo cuando despierte. Y es que queramos o no, todos somos pobres. ¿Y, quién sabe-?

José Gordón Márquez **

Azuaga