A veces las prisas del oficio de periodista no permiten conocer más a fondo a personas con las que tienes la suerte de coincidir. Coincidí tantas veces con Silvestre Montes mientras trabajaba en el Ayuntamiento de Cáceres, que se convirtió en una de esas caras amables con las que me cruzaba en los pasillos cuando iba en busca de noticias durante la etapa de José María Saponi en la alcaldía. Por eso el pasado miércoles, en su entierro, se me vinieron a la cabeza las imágenes de aquel tipo cariñoso que siempre estrechaba la mano cuando te veía y de quien solo recuerdo buenos gestos, esos tan necesarios en el día a día y que cobran aún más valor cuando alguien desaparece para siempre.

Rodeado de quienes fueron sus compañeros en equipos de baloncesto de la ciudad como el San Fernando o el Bujacosa, descubrí su pasión por el deporte de la canasta, su carácter competitivo en la pista y, sobre todo, el gran recuerdo que dejó entre quienes le trataron. Los árbitros que le conocieron en la pista hablaban de su deportividad y los políticos que le trataron, de su afán de superación y su eterna sonrisa, la tarjeta de visita con la que se ganó a muchos.

Con solo 47 años, Silvestre se despidió logrando la canasta imposible, la más difícil de todas: que el cariño de la gente hacia él fuese unánime. Qué mejor trofeo que ese. Por eso cuando el tiempo empiece a difuminar su pérdida y las calles ya no recuerden sus paseos, ojalá pudiera encontrármelo de nuevo al doblar la esquina con ese gesto positivo que tanto bueno dio a los demás. Ganaste el partido, campeón.