Lo que algunos ya llaman «la revolución del campo», es decir, las protestas de los agricultores por el deterioro de sus condiciones de vida, que ha tenido especial repercusión en Extremadura, desde los disturbios en la feria Agroexpo de Don Benito a los cortes de carreteras este pasado martes, me animaron a retomar una lectura pendiente, la del libro Por la tierra y el trabajo. La conflictividad campesina en la provincia de Badajoz durante la II República, publicado por la Diputación de Badajoz, y por el cual la historiadora cacereña Hortensia Méndez Mellado recibió el Premio Arturo Barea hace un par de años.

La situación del campo entonces sí que era explosiva. Si hoy el sector primario da trabajo en Extremadura al 11 % de la población (casi el triple de la media española), en los años treinta el 65 % de sus habitantes vivía de la agricultura o la ganadería. Y ello con un reparto muy desigual de la propiedad de la tierra, en manos de grandes propietarios que disponían de una masa de jornaleros a la que pagaba salarios de miseria. El paro, por entonces, equivalía pura y simplemente al hambre y de ahí la desesperación ante una situación que se deterioraba, frente a las esperanzas que había suscitado la llegada de la República y la prometida Reforma Agraria.

Claro que también hay algún punto en común, como la beligerancia hacia el gobierno de organizaciones como ASAJA (vinculada en origen a Alianza Popular) o la resistencia de la patronal agraria a mejorar, por poco que sea, las condiciones de sus empleados: en mayo de 2019, tuvo que ser un laudo el que les obligara a subir el salario mínimo. En los años treinta, el conde de Feria pagaba 3,5 pesetas en lugar de las 4,5 obligatorias, aprovechándose de una situación donde los campesinos hambrientos pedían limosna o eran juzgados por robar cuatro melones, como documenta Méndez Mellado.

Frente a las reclamaciones de los jornaleros, vehiculadas sobre todo a través de la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra, integrada en la UGT (y a la que perteneció Antonio Canales, primer alcalde socialista de Cáceres, fusilado por Franco), surgieron organizaciones patronales, dispuestas a no ceder un ápice en sus privilegios. La historiadora cacereña analiza, gracias a una exhaustiva labor de archivo, el avance del conflicto entre propietarios y campesinos sin tierra, con hitos como la huelga general campesina de junio de 1934, declarada ilegal por el gobierno de derechas, o las famosas ocupaciones de fincas por parte de los yunteros, que pusieron en jaque a un régimen como el de la República que pretendía salvaguardar la legalidad y la propiedad privada, y avanzar con medidas lentas y moderadas, insuficientes para muchos, más aún por la actitud de algunos patronos que, como en Montijo o Santa Marta, se negaban a admitir jornaleros, prefiriendo dejar las tierras sin cultivar, lo que significaba el hambre para muchas familias.

En Novecento, la hermosa película épica de Bernardo Bertolucci, vemos cómo en Italia el auge de las organizaciones socialistas fue cortado violentamente por las escuadras fascistas pagadas por los patronos.

En Extremadura, la represión ejercida por la columna de la muerte del general Yagüe y por el régimen franquista fue muchísimo más sangrienta, silenciando cualquier protesta durante décadas. Ahora, la situación del campo es muy distinta, pero tampoco es una especificidad extremeña o española, sino una tónica general en Europa. Berlín o París también se vieron bloqueadas hace poco por los tractores. Si antes era la concentración de la tierra, ahora es de la distribución, con grandes cadenas que tienen la sartén por el mango para exigir precios bajos. Lejos de instrumentalizaciones partidistas urge una solución europea.

* Escritor