Manuel y Belén vivían en una casa del casco antiguo cacereño y un día decidieron que ya era hora de irse al campo. Estaban acostumbrados a alquilar casas a buen precio, en zonas donde el vecindario era mayor y donde apenas se veían a familias con niños en edad de crecer. Ellos, con sus perros, no necesitaban mucho para vivir, si acaso una conexión de internet para no perder de vista lo que pasaba en el mundo mientras buscaban trabajos esporádicos que les permitieran ir tirando en la vida.

El, con la guitarra y los bolos que lograba que le pagaran y ella, entre la hostelería y unos estudios recién terminados. Me parecieron siempre felices en aquella casa cercana a la ribera del Marco, con su chimenea y un patio que debía de ser un privilegio cuando llegara la primavera. Pero ellos querían otra cosa y un día me sorprendieron con la decisión de que se iban al campo, no muy lejos ni muy cerca, a una parcela del polígono ganadero de la Mejostilla.

Sí, emigraban y dejaban atrás la ciudad para empezar a cuidar una huerta y sembrar tomates y así, ahorrarse unas perrillas del alquiler y alimentarse de lo que les diera la tierra. Eso no supone que hayan dejado atrás a sus amigos ni que se hayan convertido en ermitaños.

Simplemente, han optado por otra forma de vida que, ojalá, les permita el privilegio de ir viendo pasar las épocas del año de una manera distinta que en el asfalto que usted y yo pisamos cada día. Me pregunto si no sería bueno hacer la prueba alguna vez, sobre todo para comprobar si el campo resulta un bálsamo contra los males de la ciudad. Solo por eso merecería la pena intentarlo.