Aveces, la gente que vive en el campo muestra muy poco aprecio por él. Cuando no sirve para sacarle rendimiento les parece algo sin valor que habría que desbrozar y convertir cuanto antes en algo más «moderno y bonito». Para algunos el campo es «fusca», una palabra, por cierto, muy extremeña. «¡Vecino! ¿Cuándo va a quitar toda esa fusca?», me dicen los paisanos cuando pasan junto a mi casa, en la que los árboles crecen como quieren y los arriates rebosan, impacientes ya de primavera, por todos lados.

Si por mis vecinos fuese tendría la finca como una patena de cemento pulido. Tal como muchas de sus casas, en las que apenas hay nada -tierra, árboles, pájaros- que pueda estropear esa perla gris de la civilización que es el gres o el hormigón impreso. O como son las calles y plazas de muchos pueblos, sin un mísero árbol de sombra que pueda «ensuciar» el suelo. Para parte de mis paisanos la naturaleza es básicamente fusca, suciedad, oscuridad selvática, el corazón de las tinieblas vaya.

Debe ser por eso (y por unos fondos que han llegado de la UE) que, junto al bonito y aún recoleto pueblo en el que vivo -Mirandilla se llama- y al Parque Natural de Cornalvo, a alguna Consejería le ha dado por transformar la cañada real que por allí serpentea -un bucólico sendero entre encinas y charcas- en una pista de diez metros para el tráfico de camiones. Algunos paisanos piensan que deberíamos estar contentísimos de que, a costa del camino radiante de flores (entre ellas un narciso rarísimo) que bajaba a la vieja Dehesa del Rincón -declarada «lugar de interés científico»- y al rumoroso arroyo del lugar, nos estén haciendo una pista por la que -dicen con entusiasmo- ¡pueden pasar camiones en los dos sentidos! Pero yo, más que contento lo que estoy es «enfuscao» o «enfurruscao», rancias palabras, también extremeñas, que mezclan la fusca (esa espesura insana que para algunos parece ser el campo) con el mal humor.

Decía León Felipe que para enterrar dignamente a los muertos vale cualquiera menos un sepulturero. Diríase también que para apreciar el inmenso privilegio que es vivir en el campo vale cualquiera que, por exceso de callo en el alma o en el cuerpo, no haya perdido la capacidad de apreciarlo por sí mismo. Suele pasar. Según las viejas leyes del deseo valoramos poco o nada lo que tenemos cerca; más aún si, además de cerca, el campo ha sido y sigue siendo un entorno laboral duro, esclavizante a veces, y que no siempre, por motivos varios, da los frutos esperados para todos.

Y, sin embargo, de la conciliación entre la actividad económica y el aprecio por el medio natural depende el futuro de una región a la que -haciendo de la necesidad virtud- el subdesarrollo industrial ha permitido conservar un patrimonio natural e histórico-cultural único en Europa. Una vez se nos pasó el tren del «desarrollismo» a cualquier precio (un tren que de ninguna manera -ahora que ya nadie lo quiere- debe pasar por aquí), Extremadura ha de apostar con fiereza por cuidar de ese patrimonio, pues este es, junto a su sector agropecuario, la única garantía de supervivencia; cuidado al que nada ayuda el desprecio con el que tratamos a la «fusca» campestre o a los cientos de monumentos (megalíticos, ibéricos, romanos, medievales...) que yacen sin apenas control o mantenimiento a lo largo de nuestra geografía.

Si no queremos que esta hermosa región deje de ser uno de los escasos «locus amoenus» que le quedan a Europa, para convertirse en un desierto cruzado de pistas polvorientas, minas y plantas fotovoltaicas -es decir, de riqueza, de nuevo, para unos pocos foráneos-, hemos de proteger no solo nuestra agricultura y ganadería tradicional (de la especulación y la competencia salvaje que, en nombre del «libre mercado», la atenazan), sino también nuestro patrimonio natural y cultural (amenazado a veces incluso por nosotros mismos). De ambas cosas vivimos. No tiene sentido pues que las despreciemos con la más torpe ofuscación; con una ofuscación -que también viene de «fusca»- por la que pueden pasar dos camiones de lado; como por la cañada convertida en «autovía» que ya no serpentea rodeada de flores junto a mi pueblo.

*Profesor de Filosofía.