Esta semana me ha tocado pasar por el hospital. Como cada año desde hace siete, cuando superé un cáncer. En contra de lo que pudiera parecer, fue poca cosa, en realidad, porque me operaron y todo lo superé sin mayores contratiempos, ayudado porque se detectó en sus orígenes. Apenas fueron un par de meses lo que duró aquella pesadilla. El susto fue grande, sí, pero la experiencia me sirvió para replantearme en cierto modo mi vida, que desde entonces veo con más optimismo, aunque creo que siempre lo he mirado todo desde el punto de vista positivo. Desde aquel año, paso las revisiones sin problemas, aunque siga sin gustarme hacer pruebas y siempre quede un pequeño lugar a la duda, disipada con el oncólogo.

En todo este tiempo no he tenido reparos en contar mi caso. Y no por martirizarme, sino justamente por lo contrario: hay que tener fe siempre, y no solamente para las enfermedades, sino para absolutamente todo. Si cada tuit que, machaconamente, cada año pongo por si sirve de ejemplo para dar esperanzas a quien está enfermo estaré muy feliz. Si esta columna la lee alguien afectado o sus familias y ello les da vida, miel sobre hojuelas.

Cáncer, esa maldita palabra, ya no tiene connotaciones tan catastrofistas como hace unos pocos años. Hoy en día muchos nos recuperamos por los avances médicos y, también, por la profesionalidad de gente que te transmite tranquilidad. «Te vas a morir algún día, pero de esto que tienes, no», me espetó, el día que me diagnosticaron la dolencia, el especialista del servicio de Oncología del hospital San Pedro de Alcántara de Cáceres. Respiré. Sigo respirando, profundo y sano, siete años después.

Se me olvidaba. La oncóloga que me ha visto me ha dicho que de aquello no hay ni rastro. Como cada año. Que sí, que esto se supera, que voy a por la cerveza a la salud del SES... y la mía.