Ahora que las compañías bucaneras, quiero decir telefónicas o del gas, la luz, el agua, o sea, esas nimiedades cuya existencia hace la vida más fácil, ya no tienen una sede física donde reclamar, todo es orégano. Con diez cañones por banda y viento en popa a toda vela, no cortan el mar sino vuelan para venderte su producto, todo sonrisas y ventajas: internet rapidísimo, gas para todo el invierno o facturas de la luz escritas en idioma comprensible.

Disimulando la pata de palo y el parche en el ojo, se lanzan al abordaje de una publicidad invasiva que incluye llamadas en la siesta y al amanecer; pero cuando has rendido tus pendones a sus pies y has firmado el contrato, desaparecen en busca de otro nuevo incauto que esquilmar y ya no dan la cara, aunque tu ordenador explote, tu teléfono no suene o un apagón te descongele la compra de toda la semana.

Ya puedes llamar a ese número que tan amablemente te dieron. Unas veces estará ocupado; otras, no habrá asesores disponibles y otras, en un delirio concebido para volverte loco, te dejarán escuchando música hasta que desesperes. No existe ninguna sede, no hay ningún portal donde manifestarse. Si te acercas a la tienda, te dirán que llames al número maldito.

Si llamas, desearás quemar la tienda. Así, hasta que por fin al otro lado dan señales de vida, y es peor, porque el otro lado puede estar en la Chimbamba, en una empresa subcontratada cuyos empleados a duras penas chapurrean algo parecido al español. Protegidas por los gobiernos, denostadas por los ciudadanos, las compañías bucaneras siguen navegando. Asia, a un lado, al otro, Europa y allá a su frente, Estambul.