La magnitud de los problemas que la erupción del volcán islandés de Eyjafjalla está causando a la aviación europea y, por extensión, a la mundial supera ya con creces la vivida en el 2001 tras los atentados del 11-S. Millones de pasajeros afectados, decenas de aeropuertos cerrados y un porcentaje altísimo de vuelos anulados son cifras que reflejan que el caos es mayúsculo. Y lo primero que debe subrayarse es que la seguridad del tráfico aéreo --es decir, de los ciudadanos que suben a un avión-- justifica sobradamente los inconvenientes sobrevenidos por la suspensión de la actividad.

Aunque los efectos están siendo descomunales, las autoridades aeronáuticas y los gobiernos europeos demuestran, cuando optan por prevenir antes que por arriesgar a lamentar, el sentido de responsabilidad que les es exigible. Algunas compañías han empezado a minimizar el problema tras efectuar vuelos de prueba, pero la reapertura del espacio aéreo solo debe hacerse con plenas garantías. Debe tenerse en cuenta que el origen del trastorno es más incontrolable que otros fenómenos naturales, y si los modelos meteorológicos permiten anticipar la evolución y el final de tormentas o huracanes que afectan a la navegación aérea, en las erupciones volcánicas la previsión es más difusa e imprecisa.

Todo ello pone de manifiesto que en esta ocasión la paciencia, pues, es esencial para superar una crisis que, por lo demás, no solo está causando unas pérdidas astronómicas a las aerolíneas sino que empieza a dañar a sectores de la economía productiva cuando Europa aún convalece de la recesión.

En una situación tan excepcional --que hoy se atempera después de que las autoridades comunitarias hayan decidido suavizar las limitaciones a los vuelos-- es básico tanto que las autoridades refuercen en lo posible los transportes alternativos al avión --en este sentido, es una buena idea que Reino Unido haya decidio poner a disposición de los viajeros buques de la Armada para llegar a las Islas-- como que se vehicule con la máxima rapidez y fiabilidad la información a los afectados para que no aumente su desamparo. Y a las aerolíneas y los operadores de viajes en general hay que exigirles la mayor responsabilidad a la hora de resarcir a las legiones de pasajeros que no han podido usar el billete que habían pagado y cuyos derechos como consumidores las administraciones públicas deberán vigilar que se respeten.

La crisis de las cenizas volcánicas recuerda a los humanos del siglo XXI su auténtica dimensión frente a la naturaleza, pero es también un reto para que la ciencia y la ingeniería aeronáutica investiguen cómo afrontar el problema, infrecuente pero repetible, de forma que la próxima vez tenga un efecto menos devastador.