Soy un capitalista y hasta yo creo que el capitalismo está roto». Si la frase la pones en boca de cualquiera de los políticos socialdemócratas, de cualquier partido, que tanto abundan en Europa, su importancia, sino menor, sería relativa. Pero el dueño de la misma es Ray Dalio. Puede que el nombre tampoco les suene demasiado (no habría por qué), pero Dalio es una de las principales figuras de la inversión a nivel mundial. Su libro ‘Principios’, que rebosa con creces los estrechos límites del libro financiero, vende y convence a nivel mundial. Pero, claro, una gota no va a hacer lluvia.

Sin embargo, la convicción declarada por Dalio acerca de la torcida naturaleza del sistema capitalista ya puede considerarse una corriente que siguen muchos de los que han sido, hasta ahora, pilares de ese capitalismo que algunos han llamado «salvaje». Si Buffet no tiene problemas en reclamar subidas de impuestos para resolver ciertos desequilibrios sociales, Weston Hicks (dueño de una de las mayores compañías reaseguradoras de mundo) aseguraba que el sistema estaba «fallando» a grandes partes de la población. Biblias como el Financial Times ya se han hecho eco de la comunión de una serie de declaraciones de líderes financieros y corporativos en esta misma línea.

Pero ¿de qué hablamos exactamente? ¿Pura fe del converso o capitalistas bien nutridos en contra de su propia «herramienta»? ¿Evolución o revolución? Antes de seguir con las grandes cuestiones, empecemos con algo más sencillo. Lo que leemos puede ser mera (aunque sana) autocrítica.

El capitalismo ha sido el régimen económico, en la historia reciente de la humanidad, que ha permitido mayores cotas de libertad y logrado unos niveles de prosperidad inimaginable no ya en el pasado, sino en aquellos países que han vivido bajo otros sistemas socioeconómicos en la rabiosa actualidad (que nos muestra, generosa, ejemplos a diario). Pese a los muchos argumentos que se pretenden en contra, es difícil no ver que la riqueza generada bajo el sistema de incentivos propio del capitalismo también ha tenido efectos beneficiosos a niveles de bienestar social.

Para mí, por ejemplo, el capitalismo está lejos de ser el salvaje Oeste que pintan muchos políticos interesados en dominar a la población a través de un enemigo común y del mensaje del miedo. Eso no quiero decir que el capitalismo no tenga sus fallas ni que sea un sistema perfecto. De ese punto, si llegara a existir, estamos lejos. Pasados más de diez años de la gran recesión, mientras se vende crecimiento económico y recuperación de inversiones, grandes capas de la sociedad no sólo no se han beneficiado de este reciente resurgir financiero, sino que aún lidia con las consecuencias de la crisis.

¿Qué hay detrás de estas declaraciones, aparentemente contraintuitivas? Un afilado instinto de supervivencia, que arranca del análisis de la realidad sociopolítica.

Por un lado, el populismo ha surgido como una reacción a la falta de reacción del propio sistema, cuando no de su saqueo a manos de políticos. Así que muchos se han echado en manos de una nueva suerte categoría de «políticos que se venden y no se consideran políticos». Es decir, el auge del populismo nace de los propios resquicios del sistema. Trump, Salvini, Tsipras o los muy españoles Iglesias o Abascal han ocupado un lugar preminente sobre la base de un (creciente) descontento social.

Para la formación del capital no hay nada peor que la inestabilidad política o social. Por supuesto, el caos favorece a unos pocos (miren Venezuela) con el colmillo suficiente para saquear en medio de la nada. Pero para el gran grueso de compañías e inversores la palabra revolución es síntoma de problemas. Y son conscientes de que es un arma en manos de políticos populistas, especialistas en exaltar y en vender barato soluciones a base del dinero de otros.

Por otro lado, el gran riesgo del sistema capitalista es de asumirse como la única cultura posible solo por su mera existencia. Lo que comprueban muchos de estos líderes es el crecimiento de capas de nuevos actores en el mercado que reclaman otro tipo de soluciones, más sostenibles, más socialmente «responsables». Aunque sólo sea como un valor de marca.

Y nada fortalece más a un sistema que enfrentarse a su propia contradicción.