WLw a intervención de ayer de la policía autonómica catalana, junto a la municipal de Barcelona, en la plaza de Cataluña cumplió con los requisitos de manual que convierten una actuación policial desbocada en un llamamiento a sumarse a la protesta. La arremetida de los antidisturbios, movilizados por el consejero de Interior, Felip Puig, contra un grupo de ocupantes de la plaza que no habían alterado el orden público fue de una desproporción inusitada. Y el recuento de heridos, más de 120, un precio tan alto como injustificado.

Aunque la cadena de los errores merecen un análisis más pormenorizado, basta un dato para ilustrarlos: tras el presunto saneamiento de la plaza, los ocupantes regresaron a ella en mayor número, y las protestas se extendieron por doquier: cortes en la Diagonal, atronadoras caceroladas, proclamas de solidaridad en la Puerta del Sol... Es difícil imaginar mejor modo de ensanchar la sima que separa a las instituciones de las pulsiones que mueven a las víctimas de la crisis.

Demasiadas preguntas exigen respuestas. ¿Faltaron agentes o falló la coordinación policial? ¿Había alternativas --como el diálogo-- para limpiar la plaza de Cataluña sin lastimar a sus ocupantes? ¿Por qué la Generalitat renunció a intervenir en puertas del 22-M y lo ha hecho justo cuando los indignados se disponían a levantar el campamento? Alguien deberá aclarar, en fin, si las razones de higiene y seguridad no eran sino una coartada para cortar de raíz una protesta cívica que incomoda por igual al gobierno autónomo y al municipal en funciones.