Periodista

Tengo un amigo, de los de toda la vida, de los muy, muy próximos, de los de verdad, que acaba de vivir una dura y traumática experiencia personal. El, que siempre pecó de visceral y exagerado, anda diciendo a todo aquél que le quiere escuchar que ha estado en el filo de la navaja y que sólo la intercesión de alguien del piso de arriba, de muy, muy arriba, ha permitido que se dieran una serie de circunstancias que, finalmente, pueden haber terminado por salvarle la vida. Y es cierto que ese cúmulo de situaciones y casualidades que rodearon su caso, vistas una a una y en su conjunto, dan la impresión de ser el mejor aval a su postulado, mientras se sigue interrogando sobre motivos y porqués en su feliz designación.

Cuando conoció el alcance de su problema, la dimensión de la patología de su enfermedad, hubo de refugiarse en su familia y en sus amigos para mantenerse a flote. No era el primero, ni desgraciadamente será el último, en pasar ese trago tan amargo. Luego la medicina, y un equipo de galenos de lujo, han hecho lo demás y todo el mundo se empeña en convencerlo de que el mal está atajado definitiva y afortunadamente.

Pero ha habido un tiempo, quizá lo haya aún, en el que mi amigo ha tenido que aferrarse a una serie de iconos para evitar males mayores, más que nada, en lo psicológico. Uno de ellos fue la sonrisa limpia de sus hijas en los reencuentros y la paz que le trasmiten cuando las ve dormidas. Otro, tan distante, tan distinto, la visión de un pletórico Mono Burgos trabajando a pleno rendimiento y compitiendo al máximo nivel con su Atlético de Madrid. Hay un tercer icono en una especie de testamento que circula por internet, ahora desmentido en la propia red, atribuido a un Gabriel García Márquez acosado por esa terrible enfermedad y en el que, entre otras, pueden leerse frases como las siguientes: "Si por un instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo y me regalase un trozo más de vida... Daría más valor a las cosas, no por lo que valen, sino por lo que significan".

Sea como fuere, mi amigo, que siempre vivió deprisa, obsesionado por su trabajo y por su entorno y restándole horas a su familia y a los más próximos, ha decidido hacer propósito de enmienda y anda abrazado a la filosofía del Carpe Diem . Ahora quiere vivir el momento y disfrutar de cada minuto en esta especie de prórroga que se le ha otorgado. Aspira a ser mejor marido, mejor padre, mejor amigo, mejor persona, a templar nervios y obsesiones y a paladear esas pequeñas cosas de las que está sembrada nuestra efímera existencia.

Se ha hecho mil y una promesas y se las ha hecho a su compañera del alma. Pero quienes le conocemos desde hace tiempo, de toda la vida, vamos, sospechamos que la vigencia de todos esos buenos propósitos tienen una fecha de caducidad demasiado cercana. O puede que no, que nos equivoquemos de medio a medio y que no sólo él, sino todo el mundo o al menos una mayoría de convencidos y ganados para la causa, sepan apreciar un poco mejor lo que tiene cerca, aunque difícilmente adivinen su presencia en su cotidiano devenir.