Las gestiones para lograr la liberación de Ingrid Betancourt, en poder de la guerrilla de las FARC desde hace más de cinco años, se ha convertido en una competición poco edificante entre varios dirigentes políticos. Una vez ha quedado demostrada la incapacidad del presidente de Colombia, Alvaro Uribe, para doblegar la intransigencia de los secuestradores, y la de estos de atender a razones de estricta sensibilidad humanitaria, la gesticulación del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, y el desafío por televisión lanzado al líder guerrillero Marulanda por el presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, se han adueñado del escenario. Protegidos por las simpatías de la familia Betancourt, comprensiblemente harta de la obstinación de Uribe de teñir la liberación de victoria militar, ambos disputan bajo la luz de los focos una carrera de gusto discutible.

La pregunta que ninguna cancillería puede responder es si las maniobras de unos y otros son útiles para alcanzar el fin perseguido. Y, ya puestos, si es moralmente defendible dispensar una atención especial a Betancourt y olvidarse de los demás rehenes de las FARC, víctimas del conflicto armado más antiguo de América.

Las FARC son una organización guerrillera cuya existencia es un anacronismo. Han convertido la prédica revolucionaria, los secuestros y las exacciones a punta de pistola en un modo de vivir, todo lo cual hace difícil imaginar que una negociación pudiera rehabilitar su imagen a ojos de la comunidad internacional. Lo que sí agiganta a las FARC, es la pelea de gallos en curso, porque coloca su poder espúreo a la misma altura que el de un Estado soberano.